Terminábamos el último día diciendo que todo lo que Borges escribió hasta sus ochenta y siete años no llegó a ocupar cincuenta y tantos volúmenes una vez encuadernado —como le sucedió a la obra de aquel escritor con el que comenzábamos. Necesitó tan sólo dos; y en esos dos únicos ejemplares hay muchísimas páginas que contienen poemas —por tanto semivacías— y hasta en algunas de ellas únicamente un soneto. Sin embargo, su obra ha sido traducida a veinticinco idiomas y él recibió en la segunda parte de su vida, además de un total reconocimiento, numerosísimos premios y homenajes.
Pero nos falta aún decir, y viene bien decirlo ahora, que Borges no escribió ni una sola novela y ni siquiera un relato largo. ¿No se atrevió?, ¿se atrevió y no lo logró?, ¿no se propuso hacerlo? Dice en el Prólogo a El jardín de senderos que se bifurcan: «Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. (...) Más razonable, más inepto, más haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios».
Estamos, qué duda cabe, ante un escritor singular y distinto, muy peculiar tanto en su vida como en su obra; un escritor muy al margen de todos los patrones del escritor triunfante que uno se pueda imaginar. A Borges, del cual había leído citas y reseñas durante años, siempre lo había visto muy lejano; no sé si ello era debido al hecho de que ni era europeo ni norteamericano, porque Borges era argentino; pero lo que yo desconocía era que, a la vez, Jorge Luis Borges era universal.
Borges es pura erudición en movimiento lo mismo que lo es un ciclón desbocado que uno no sabe hacia donde se dirige y donde terminará. Con Borges se emociona uno leyendo un poema íntimo, se acaba conociendo el zen y la literatura policíaca metafísica y al tiempo se puede uno llegar a europeizar como jamás lo hubiera uno imaginado. Borges le acaba explicando a uno fascinantes paradojas filosóficas de los atenienses y, al instante, sin traumatismos, nos transmite la emoción intensa de uno de sus relatos frescos, humanos y sinceros.
Y siempre en Borges los números, las series, las letras, los enigmas, las cábalas, las sucesiones y el infinito, todos los cuales se multiplican y forman un tupido entramado laberíntico de escaleras, puertas, senderos, espejos, anaqueles, dioses, constelaciones y vivencias las cuales existen y viven mágicamente más allá de nuestros sentidos alucinados.
Sin embargo no es fácil que todo el mundo disfrute con tan variada literatura borgiana; hay quien termina abandonando. «¡No puedo con algunas cosas de Borges!» suelen decir algunos. Y es que, quizás, para entender a Borges, además de ser uno capaz de poderse infinitesimar y a la vez conjeturar la inexistencia, hay que entender qué persona era Borges.
Aquello que tantas veces hemos oído «decir» a los inmortales de la literatura acerca de que el escritor siempre escribe sobre sí mismo, que su biografía está en su obra, etcétera, también lo enunció él: «toda literatura es autobiográfica». Pero la suya, que también lo es, está escrita nigrománticamente en signos secretos, arcanos y enigmáticos al igual que una piedra Rosetta la cual debemos desentrañar. La escritora Estela Canto que tuvo con él un larga e íntima relación dice que «sus obras eran trozos vivos de su alma, señales que él nos hacía para que lo comprendiéramos. Su pudor las adornaba y las dificultaba: presentaba una máscara, esperando que alguien se diera cuenta de que, detrás, había una cara verdadera, humana y sufriente».
Yo he llegado a la conclusión de que su vida es una línea zigzagueante que podríamos comparar con la de un electrocardiograma; y que en ella, en sus inflexiones, en sus continuas modulaciones se refleja enteramente su obra: sus puntos altos, sus descensos súbitos, sus lentos declives y sus altibajos nos retratan sus temporales seducciones, sus constantes congojas y sus mudables obnubilaciones que han ido quedando lentamente esculpidas mediante su menuda letra en el papel.
Y ya que hablamos de electrocardiogramas hablemos también de radiografías. La de Borges permanece clavada en una confluencia de cuatro o cinco contingencias que le asediaron toda su vida: una congénita, presagiada y progresiva ceguera; una gran timidez junto con un desolador temor y desamparo; tenaces insomnios y desgarradoras pesadillas; y un posible «conflicto de identificación y de rivalidad con el padre» (1). Además, ininterrumpidos y pudorosos enamoramientos compulsivos en los que siempre le repele la carnalidad y en los que idealiza a la mujer y la funde con heroínas literarias; y, finalmente, la relación con «madre», como él la llamaba. «El vínculo que ligaba a madre e hijo era sobrenaturalmente fuerte (...) esa era la mujer con la que había vivido su vida» (2). ¡Un vínculo que le duró cerca de cuatro décadas tras la muerte del padre!; cuando doña Leonor falleció él ya tenía setenta y seis años.
Probablemente fueron todas estas las razones que a veces le llevaron a desear y a intentar el suicidio. Una pista: cuando «madre» ha muerto, tan sólo días después, escribe el poema titulado "El arrepentimiento":
«He cometido el peor de los pecados
que un hombre pueda cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan despiadados.
.......................
.......................
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
la sombra de haber sido un desdichado»
Es curioso; acerca de su presumible falta de valor ante la vida hizo varias alusiones: «Se heredan muchas cosas (la ceguera, por ejemplo) pero no se hereda el valor»; «una falta de valor que lo había perseguido a través de la vida; temor a verse sujeto al juicio de otros: antepasados, madre, padre, mujeres que amó» (2). Y, sin embargo, yo me atrevo a decir que sí tuvo un especial valor puesto que como cita Williamson «durante la mayor parte de su vida trabajó en la oscuridad».
Me explicaré: ¿Cómo es entendible que aquel Borges que se ha educado en el corazón de Europa y ha viajado después dos veces a ella, alguien dotado de una prodigiosa memoria que conoce el inglés desde su infancia gracias a su abuela paterna que era británica, y que ha traducido a Wilde antes de cumplir los diez años, que ha sido destinado por su padre cuando adolescente para ser escritor y que sintoniza con el mundo literario nórdico y anglosajón, decida permanecer «justo en el centro de ninguna parte» primero con un empleo en un vespertino «amarillo», después sobreviviendo como un humilde «segundo asistente» de una biblioteca municipal y al tiempo dando clases particulares y ofreciendo sus charlas en modestos círculos literarios a pesar de su tartamudez —por supuesto que siempre escribiendo y perdiendo su vista— y viviendo con su madre en un minúsculo piso hasta que a los sesenta y tantos años le llega el éxito pleno? ¿Cobardía de no abandonar todo aquello?, ¿miedo a romper amarras y lanzarse al mundo como por ejemplo lo hicieron Joyce, Miller o Conrad?
¿O quizás fue valentía?, ¿la de de enfrentarse a la miseria que la vida le ofrecía para hacer de ella «cosas eternas o que aspiren a serlo»? Hoy podríamos decir que sin el deplorable empleo desempeñado en aquella biblioteca —«la biblioteca de Babel»; sin sus frecuentes visitas al zoológico a observar a aquel tigre de Bengala rayado de amarillo dando vueltas en su jaula —«el oro de los tigres»; sin sus interminables y laberínticas caminatas resistiéndose a regresar a su casa —«fervor de Buenos Aires»; sin sus incontables sesiones de cine de barrio con tanta casta heroína y galán pudoroso..., no hubiéramos entrado en ese universo secreto que él nos trató de descubrir.
¡Desconcertante Borges! ¡Intemporal Borges! En La Biblioteca de Babel dice que «La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma». No conozco fielmente el significado de esta última palabra, no está en el diccionario; supongo que «afantasmar» será sinónima de «aterrar».
En cualquier caso Borges se equivocaba. Precisamente se podría asegurar que todavía no estaba todo escrito. En el puzzle de la literatura universal de todos los tiempos faltaba por colocar la última pieza clave: su personal y original obra.
En cualquier caso Borges se equivocaba. Precisamente se podría asegurar que todavía no estaba todo escrito. En el puzzle de la literatura universal de todos los tiempos faltaba por colocar la última pieza clave: su personal y original obra.
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(1) Vázquez, María Esther: Borges. Esplendor y derrota
(2) Williamson, Edwin: Borges. Una vida
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