Quisiera comenzar matizando que aquello que habíamos enunciado el día anterior acerca de la producción total de Borges, no era exactamente cierto si no le añadimos que nos estábamos refiriendo a su obra realizada en solitario; porque Borges escribió también en colaboración.
He de confesar que siempre he huido de algo escrito en comandita, quiero decir por más de una persona; y en el caso de Borges me ha pasado lo mismo: de sus obras en colaboración no he leído nunca nada. Porque, dígaseme: cuando se está leyendo un capítulo, un párrafo, una línea ¿a quién se lee? La colaboración puede ir desde la idea general de la obra, imputable a uno de los colaborantes, a la redacción total del texto realizada por la otra parte. Siempre he pensado que la escritura debe ser algo tan personal y tan profundo, algo tan «sagrado» que no se debe compartir. ¿Dónde puede residir el estilo en este caso? No se puede comparar una obra literaria con un guión cinematográfico.
Borges, todo hay que decirlo, había encontrado en Bioy Casares más que a un gran amigo a un alma gemela; y esa pudo ser la razón de escribir en comandita con él. Al parecer se lo pasaban estupendamente escribiendo juntos.
Y ya que hablamos de amigos no dejemos sin citar a Cansinos-Asséns. Si en la relación con el argentino Bioy Casares, el mayor y el maestro era Borges, en la que mantuvo con el sevillano Cansinos-Asséns, Borges era además del menor el discípulo, tal como siempre él mismo se consideró hasta el final de su vida: «Junto a él polemicé, publiqué traducciones de los nuevos poetas alemanes, metaforicé con fervor».
Esta admiración, respeto y amistad con Cansinos-Asséns me lleva a comentar ahora lo siguiente, y que demuestra que el cariño debía ser recíproco. Hace algunos años, en cierta ocasión en la que me sumergí como habitualmente solía hacerlo en las profundidades de una hemeroteca en busca de tesoros hundidos, topé no sólo con excelentes peces de colores sino con todo un galeón intacto. Cansinos-Asséns realizaba la crítica del libro de poemas Luna de enfrente de Borges en el periódico madrileño La libertad. Se trataba concretamente del ejemplar publicado el domingo 6 de diciembre de 1925 y aparecía justamente en la quinta página de las ocho que el periódico tenía —tomé nota. Ahora he vuelto a leer aquella dilatada y laudatoria crítica desde este ordenador —ya todo está digitalizado— y he sentido una gran emoción.
Borges por su parte publicó en El otro, el mismo (1964) un poema de tres cuartetos y un pareado titulado "Rafael Cansinos Assens" (sic) en el que hacía referencia a su origen judaico, algo que Cansinos tenía a mucho orgullo.
Y, ahora, uno no puede sustraerse de hacer comparaciones. Rafael Cansinos-Asséns que durante toda su existencia vivió exclusivamente de la literatura y el periodismo y escribió lo indecible —uno de los maestros de Borges— nunca pudo quizás llegar a imaginar la gloria universal que su discípulo llegaría a alcanzar. Pero a ello merece la pena que le sea dedicada esta última parte.
* * *
A Borges, que con sus más de dos mil versos escritos en sus tres primeros libros de poemas fue un verdadero vate mucho antes que un escritor de ensayos, cuentos y cortos relatos, le llegó la verdadera fama y la total ceguera casi a la vez. Parece ser que esta le llegó algo antes que aquella tras ocho operaciones quirúrgicas a las que se había sometido en su vida antes de quedar ciego definitivamente. Aquella, la fama mundial, le llegó desde Europa poco después de cumplir los sesenta años al otorgársele su primer premio de carácter internacional. Había pasado mucho tiempo para aquel «desdichado» desde el año 1936 en el que publicó su Historia de la eternidad al final del cual tan sólo había conseguido vender treinta y siete ejemplares.
Sin embargo «no permití que la ceguera me acobardara». Y en verdad que fue valiente y se encaró a ella hasta el punto de que en ese estado de minusvalía, como decimos hoy, llegó a desempeñar los más diversos y variopintos papeles que el azar le iba ofreciendo. Aquel «hombre tímido, orgulloso, sensible, capaz de bruscas cóleras, irónico, cruel en ocasiones y desdeñoso en otras, pero a quien la vida y la realidad perturbaron demasiado a menudo llevándolo a la desdicha» (1) comenzó a saborear intensamente el éxito y no dejó de hacerlo hasta el mismísimo momento de su muerte. Primero de todo Borges pasó dieciocho años rodeado de libros como director de la Biblioteca Nacional de su país, cargo para el que había sido nombrado en 1955. Tanteando con su bastón las paredes de la misma conseguía desplazarse por ella; allí se encontraba en el edén: «Siempre me había imaginado el Paraíso bajo la especie de una biblioteca».
Pero he aquí que, además, el prestigio que se había labrado y el súbito interés despertado por su obra tuvo como resultado el que aquel antañón invidente fuese con mucha frecuencia convocado a exponer verbalmente ante variopintos e internacionales auditorios sus conocimientos, ideas y percepciones. Ahora Borges no mendigaba superar su tartamudez ante modestos círculos literarios en su amado Buenos Aires; ahora era requerido y disputado por las más variadas instituciones del planeta.
La fama y los viajes le habían llegado de repente junto con su ceguera total precisamente en la senectud, esa fase en la que a la mayoría de los humanos tan sólo les acompaña el desprecio, la indiferencia y el olvido de los demás. Solamente la Academia sueca se podría decir que no quiso reconocer sus méritos; nunca le otorgó el Nobel para el que había sido varias veces candidato —aunque ello al parecer por motivos políticos.
¡Desconcertante y singular Borges! A los sesenta y ocho años, aquel enamoradizo de mil una mujeres a las que ha ido dedicando sus cuentos, poemas y ensayos ¡decide casarse!, y nada menos que con un antiguo amor a punto de cumplir los sesenta que está divorciada y vive con un hijo. Aquel matrimonio duró muy poco y «madre» tuvo algo que ver en esa brevedad. Hasta que ella fallece —sus ojos y sus manos— procura auxiliarlo; incluso lo acompaña si puede en algún viaje. Al faltarle definitivamente, será una antigua alumna, María Kodama, una hija de japonés y de europea con la que se lleva treinta y seis años, la que lo acompañará por todo el orbe ejerciendo de lazarillo y de secretaria hasta el mismo día de su muerte. Se terminará casando con ella —¡sorprendente e inesperado Borges!— no mucho tiempo antes de su viaje definitivo el cual, desgraciadamente, lo inició lejos de su patria. Él contaba ochenta y seis años y ella cuarenta y nueve.
Si la última parte de su vida se encontró rodeado por el esplendor, por los viajes y por los premios y los halagos que la fama le otorgaba —«pocas veces tuve lo que quise, aquello que deseé»—, ello debió significarle de alguna forma un desquite. Sin embargo, con las mujeres nunca fue afortunado, todas ellas le significaron desencuentros; fue incapaz de encontrar un amor íntegro y durable en toda su existencia. Quizás acariciando a su gato para el que hasta llegó a escribirle un poema... «...lo he visto en los desolados años de su última vejez: solo en la oscuridad del living, abandonado a una tristeza infinita, más patética porque era silenciosa, acompañándose a sí mismo con versos dichos a media voz...» (1).
En un poema de quince versos al que dio el título "THINGS THAT MIGHT HAVE BEEN" decía en el primero de ellos:
«Pienso en las cosas que pudieron ser y no fueron...
y tras enumerar algunas, el último rezaba:
...El hijo que no tuve»
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(1) Vázquez, María Esther: Borges. Esplendor y derrota
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