A Borges —al
cual despedimos el último día— parece ser que «la literatura
rusa no tenía nada que decirle»; ello según alguien que lo conoció
íntimamente. Y uno se queda pasmado de oír tal cosa y..., no se la
acaba de creer —al menos cuesta.
Sirva todo lo anterior como preámbulo y justificación para abordar hoy a este genio de la literatura rusa del siglo grande: el diecinueve. Aquella literatura rusa que como un tsunami gigantesco irrumpió inesperadamente en Europa con dos titanes cabalgando en lo más alto de su cresta: Dostoievski y Tolstói.
Años después, cuando con motivo del aniversario de su nacimiento la entonces Unión Soviética logró reunir y publicar todos sus «papeles»: cartas, diarios, cuadernos de notas, novelas, ensayos, escritos religiosos de exhortación, sociales y educativos resultó que contaban hasta noventa volúmenes.
A mí me gustaría dividirlos en tres partes que son las que componen las tres distintas y radicales épocas de su vida. La primera comienza cuando abandona la universidad y se retira a su heredad a seguir estudiando por su cuenta; se enrola en el ejército; después de abandonarlo comienza a publicar y viaja por Europa; vuelve a su finca a leer, escribir y administrarla aunque pasando los inviernos en Moscú; se entrega a la pedagogía y se casa con Sofía (Sonia cariñosamente) y con ella decide vivir en su propiedad, Yásnaia Poliana, a unos doscientos kilómetros de Moscú. Tiene entonces treinta y cuatro años y ella dieciocho.
Pero claro,
también nos cuesta creer que a Tolstói la obra de Shakespeare le
pudiera resultar «tremendamente trivial y digna de desprecio» o,
más aún, que osara decir que «escribía mal, o mediocremente»;
pero esta vez es auténtico porque se atrevió a dejarlo escrito en
un ensayo.
Sirva todo lo anterior como preámbulo y justificación para abordar hoy a este genio de la literatura rusa del siglo grande: el diecinueve. Aquella literatura rusa que como un tsunami gigantesco irrumpió inesperadamente en Europa con dos titanes cabalgando en lo más alto de su cresta: Dostoievski y Tolstói.
De
los dos, el que hoy nos ocupa no sólo terminó legando a la
humanidad una extensa e inigualable obra literaria, sino que
posiblemente —salvando las distancias— las vicisitudes de su
existencia llegaron a ser tan cambiantes, sugestivas e interesantes
como aquella. Personalmente debo confesar que de
todo lo leído acerca de este hombre desde que tuve uso de razón, me
ha resultado ser un personaje tan fascinante y tan lleno de
incógnitas que se podría decir que está pidiéndonos ansiosamente
que entremos en su vida para saber más de él. Dejó escrito Ortega
y Gasset: «Conforme el
hombre va viviendo múdanse sus pensamientos, quiébranse sus
proyectos, entran otros en su lugar, llegan y pasan bramando las
pasiones, trastócanse mil veces las ambiciones, mueren los amigos y
los hermanos, sobreviven otros amigos y otros hermanos, todo se
estremece y oscila, se trasmuta y huye, se renueva y cambia», y
todo eso ocurre en la existencia de Tolstói pero vertiginosamente,
copiosamente, de una manera brusca, intensa y agitada. Porque —y ya
entramos en materia— Tolstói fue mudando constantemente sus
pensamientos de forma súbita, quebró numerosas veces sus proyectos
con arrebato, vivió sus pasiones con una fuerza destructora, se echó
en brazos de sus ambiciones con una entrega brutal, sus creencias se
estremecieron y oscilaron de manera acuciante y, en fin: una sucesión
de crisis y euforias, torturas y arrebatos psíquicos, vehemencias,
bondades y cóleras convivieron en su alambicado temperamento tal
como hoy nos lo cuentan sus diarios redactados durante más de
sesenta y cuatro años, desde los dieciocho hasta los ochenta y dos.
Tan sólo digamos que León Tolstói (conde, pues nació
noble) heredó muy joven una hacienda y, de ella, además de la
escritura, vivió toda su vida como un terrateniente; no tuvo que
escribir para poder comer como Dostoievski. Pero también combatió
como oficial de forma voluntaria en las fuerzas del zar en dos
guerras, quiso fundar una religión, se dedicó a la pedagogía,
estableció una escuela para los hijos de los trabajadores, organizó la
lucha contra la hambruna campesina a espaldas de las autoridades,
estudió y trató de mejorar los métodos de producción agrícola y
hasta llegó a aconsejar a Gandhi en cuanto a la resistencia
pacífica... En el otro lado de la balanza fue crápula, jugador y
mujeriego; místico que discrepó del cristianismo y por ello
excomulgado, estuvo a punto de batirse con su amigo de toda la vida
Turguéniev, quiso entregar todas sus propiedades a los campesinos y
renunciar a sus derechos de autor a favor del pueblo; y ya anciano, a
sus ochenta y dos años, pero lúcido, abandonó de madrugada su casa
debido a una larga e insoportable violencia doméstica (así la
llamaríamos hoy) que lo llevó a morir algunos días después en la
humilde barraca del jefe de estación de ferrocarril de un oscuro
villorrio; ello al tiempo que su ordalía era transmitida —se diría
que momento a momento durante los diez días que duró— por toda la
prensa internacional a todos los lugares del globo. Posiblemente en
aquellas fechas, noviembre de 1910, León Tolstói no sólo era el
escritor vivo más conocido y admirado en el mundo de la cultura,
sino que había llegado a ser a nivel internacional uno de los
personajes más influyentes del planeta.
Años después, cuando con motivo del aniversario de su nacimiento la entonces Unión Soviética logró reunir y publicar todos sus «papeles»: cartas, diarios, cuadernos de notas, novelas, ensayos, escritos religiosos de exhortación, sociales y educativos resultó que contaban hasta noventa volúmenes.
Tolstoi
comenzó a escribir muy joven. No cabe por tanto duda de que sus
diarios —se diría que el pulso de su vida desde los diecinueve
hasta los ochenta y dos años— han sido y seguirán siendo una
fuente de incalculable valor para aproximarse a conocer su compleja
personalidad. Pocos escritores que hayan dedicado páginas a Tolstói
han dejado de seguir esos diarios y a su vez de sacar conclusiones a
menudo contradictorias.
A mí me gustaría dividirlos en tres partes que son las que componen las tres distintas y radicales épocas de su vida. La primera comienza cuando abandona la universidad y se retira a su heredad a seguir estudiando por su cuenta; se enrola en el ejército; después de abandonarlo comienza a publicar y viaja por Europa; vuelve a su finca a leer, escribir y administrarla aunque pasando los inviernos en Moscú; se entrega a la pedagogía y se casa con Sofía (Sonia cariñosamente) y con ella decide vivir en su propiedad, Yásnaia Poliana, a unos doscientos kilómetros de Moscú. Tiene entonces treinta y cuatro años y ella dieciocho.
Leyendo
los diarios mantenidos hasta ese momento, además de saber acerca de
sus liviandades, de sus muchos estudios y lecturas y de sus esfuerzos
por perfeccionarse en la escritura se diría que nos encontramos ante
un autoanálisis continuo: se arrepiente, se perdona, se censura...;
se juzga, promete, se desdice...; autocríticas, exámenes de
conciencia, propósitos de enmienda...; también muchos pensamientos
sublimes y elevados; nobles sentimientos hacia el prójimo y oración
y encomendación al Altísimo. Aunque reconoce que su objetivo es el
de alcanzar la gloria literaria, tiene dudas sobre su futuro e
insiste en las que considera y denomina sus tres principales pasiones:
la vanidad y su adicción al sexo y al juego. Alguna de las tres no
la llegará nunca a superar.
Pero
entrar en esos sinceros y a la vez fascinantes diarios es un tema más
dilatado que exige ser abordarlo con calma y sosiego el próximo día.
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