«...y llegó a escribir y publicar más de cincuenta volúmenes (...) pero no tenía estilo; nunca lo tuvo». Así terminaba el último párrafo de una semblanza biográfica relativa a un escritor sobre el cual leía yo hace unas semanas.
¿Que qué cosa es el estilo? Al día de hoy confieso que no lo sé —pero lo intuyo. Primero de todo he de decir que puede que tenga recogidas en mi macuto cerca de medio centenar de ideas, reflexiones y asertos sobre el estilo expresadas por gentes que sabían del tema y..., no hay un acuerdo común y posible; es más: a veces se trata de opiniones contradictorias. Pero que nadie se asuste porque no las voy a transcribir.
Podría pensarse que el estilo en la escritura es lo que cada uno quiere que sea; sin embargo, para los que han opinado sobre él, el estilo es algo muy personal y muy diferente. Que «el estilo es el carácter» (Gibbon) o «el estilo es el hombre mismo» (Buffon) es la más común acepción. Prestemos atención a lo que dejó escrito Schopenhauer:
«Ninguna cualidad literaria, como, por ejemplo, la fuerza de convicción, la riqueza imaginativa, las dotes de comparación, el atrevimiento, la amargura, la brevedad, la gracia, la ligereza expresiva, el ingenio, el contraste sorprendente, el laconismo, la ingenuidad, etc., puede ser adquirida a base de leer al escritor que la posee». Reparemos, por favor, en que no ha citado la palabra estilo; mas indudablemente, si ninguna de esas cualidades —una docena— puede ser adquirida leyendo a autor alguno quiere ello decir que son personalísimas, que pertenecen intrínsecamente a la naturaleza del escritor y que le han llegado con sus genes. Por eso me gusta mucho aquello de Ortega y Gasset que armoniza con lo dicho por Schopenhauer:
«Quienes afectan desdeñar la forma literaria ignoran hasta que punto es una misma cosa con nuestra facultad de pensar y de sentir. El estilo no es consecuencia de una elección. No se escribe como se quiere, sino como se puede. Es decir, se escribe como se es, como se piensa y como se siente».
Y entonces, las dos sentencias unidas nos caen como un mazazo en la nuca. No podemos elegir nuestro estilo, ni siquiera podemos ser capaces de copiar el estilo de alguien que nos seduce escribiendo. Tenemos que aceptar esto y resignarnos; tenemos que saber que si «a escribir se aprende escribiendo» tal como se suele decir, el estilo no se podrá adquirir jamás; hemos nacido con él o hemos nacido sin estilo alguno:
«...la obra mejor escrita, adornada de retratos que se ajustan a sus modelos, llena de mil otras perfecciones, está muerta al nacer si carece de estilo. El estilo, y los hay de mil tipos, no se aprende; es el don del cielo, es el talento». «El escritor original no es el que no imita a nadie, sino aquel a quien nadie puede imitar»; Chateaubriand.
Y ello nos hunde aún más en una profunda depresión al ponernos de manifiesto nuestra incapacidad para conseguir de alguna forma ese don recibido por los elegidos. Pero además ellos fueron mesurados en el uso de las metáforas, evitaron las anfibologías y los solecismos, salvaron las cacofonías y las aliteraciones, no abusaron de los pleonasmos ni se permitieron tautologías y estuvieron muy atentos a que no se les colara ni un solo hipérbaton.
Hace ya algún tiempo que entre las publicaciones dominicales de un periódico llegué a encontrarme con un reportaje en el que se hablaba de un autor de los hoy conocidos como escritores de «suspense legal». Se trataba de John Grisham, el cual llevaba vendidos entonces más de doscientos cincuenta millones de ejemplares en los últimos quince años. Entre otras cosas decía: «Sé que lo que yo hago no es literatura sino entretenimiento de calidad», y continuaba: «La alta literatura exige dedicar mucho tiempo a indagar en las profundidades del espíritu humano, sondeando el carácter de la gente, prestando atención a las relaciones humanas. El argumento no es tan importante. Sí es importante conseguir transmitir un sentimiento del espacio local, del entorno, del paisaje. Yo sé que lo que yo hago no es literatura. Para mí, el elemento esencial de la ficción es el argumento. Mi objetivo es conseguir que el lector se sienta impelido a pasar las páginas a toda velocidad». Confesaba que le obligaron en el colegio a leer libros de literatura clásica y reconocía abiertamente que no le gustaron demasiado: «No entendía por qué decían que eran tan buenos». Acerca de Faulkner explicaba que en su juventud disfrutó moderadamente alguno de sus libros, «pero lo normal era que me resultara imposible pasar de la página diez».
Hemos llegado a una encrucijada: estilo, entretenimiento, ficción, argumento. Se puede escribir una obra y llegar a vender muchos ejemplares de la misma si su objetivo es entretener, si se trata de ficción y si tiene un buen argumento; y ello aunque su autor no haya sido bendecido con un gran estilo literario.
Axel Munthe, un médico sueco de notable fama internacional, cierto día se propuso escribir un libro en parte autobiográfico al que tituló La historia de San Michele que vio la luz en 1929. Fue una obra de enorme éxito mundial que gozó de una vasta difusión al ser traducido al menos a cuarenta y cinco idiomas. Tras esa lograda gran fama universal Munthe publicó Lo que no conté en la historia de San Michele, el cual resultó ser un tremendo fracaso.
Manuel Fernández y González fue un autor tan prolífico que además de poesías y obras teatrales publicó unas trescientas novelas con las que consiguió popularidad y dinero en la España del siglo diecinueve. Tanto en el campo escénico como en el de la novela cultivó sobre todo el tema histórico, aunque también el aventurero, y en cuanto a la poesía brilló en la lírica. Su desordenada conducta y el nivel de liberalidad y la dilapidación que imprimió a su modo de vida lo llevaron a la miseria. La crítica reconoció que pudo haber formado parte del elenco de los grandes si se hubiera conducido con moderación.
Corín Tellado era el seudónimo de una escritora de novelas románticas breves, fallecida no hace mucho tiempo, de la que se ha dicho que posiblemente llegó a ser la más leída después de Cervantes. Realmente es un fenómeno curioso el de esta mujer que dejó escritas unas cuatro mil obras menores —para un público femenino poco formado que buscaba la ensoñación— y que llegó a vender durante su vida más de cuatrocientos millones de ejemplares sin brillar en el mundo de las letras. A pesar de su reconocida falta de elevado valor literario, Vargas Llosa puso algún interés en este fenómeno.
Alonso de Madrigal, conocido como el Tostado, en sus mejores tiempos solía escribir un libro al mes —ello sucedía en el siglo XV. Hasta no hace mucho tiempo era corriente oír quejarse a las mecanógrafas diciendo que escribían más que el Tostado. Teólogo y escriturista español, proverbial por la fecundidad de su pluma, compuso en veintiún volúmenes unos Comentarios a todos los libros de la Sagradas Escrituras, eso además de otras obras literarias.
Decía Marañón: «Cuando contemplo tantos y tantos miles de volúmenes, que, al parecer, no ha leído nunca nadie, en las bibliotecas —cementerios solemnes— o en el osario informe de los puestos de libros viejos, jamás, jamás pienso que sus autores, sin fama, perdieron el tiempo al escribirlos. El que "cualquiera hubiera podido leerlos" ha bastado para aliviar el alma de muchos autores insignificantes».
Para finalizar, y como contrapunto a todo lo anterior, diremos que todo lo que en su vida escribió el universal Jorge Luis Borges al que tantas veces hemos citado aquí, sus obras completas, caben en tan sólo dos únicos volúmenes. Y ello a pesar de su dilatada vida y excepcional trayectoria literaria.
Pero de este singular escritor merece la pena que nos ocupemos el próximo día.
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