«Ningún
hombre y ninguna sombra se mantiene en verdad viva
más
que mientras es realmente amada por algún ser en la tierra»
No
sin justificación elijo hoy este pensamiento de Stefan Zweig para
comenzar a hablar de John Stuart Mill. Su sorprendente educación, su
portentoso pensamiento y obra, junto con su increíble y descomunal
amor a aquella mujer con la que de forma desasosegada compartió toda
su existencia, hacen de este hombre genial un escritor digno, a más
no poder, de ser tratado en estos transmutables apuntes. No podíamos
permitirnos dejarlo fuera.
Estamos
hoy ante una figura difícil de encuadrar entre aquellos grandes de
las letras sobre los que hemos ido recordando hechos, obras y
palabras. En Mill diríamos que hay de todos ellos un poquito, algún
rasgo; en él vemos sufrimiento, congoja, tenacidad, lucha, pasión,
empeño..., pero más amor y devoción hacia el ser amado de los que
quizás pudo haber en todos aquellos juntos.
Gran
parte de la vida de Mill transcurrió en la época victoriana;
indudablemente ello ya le condicionó. Pero el hecho que en principio
provocó en él una determinada respuesta que influirá toda su vida
en su carácter y pensamiento, fue la insólita educación recibida.
Aquel pequeño londinense nacido en el 1806 fue, casi se podría
decir que desde ese mismo momento, el objeto sobre el que James Mill,
su padre, experimentará como un aprendiz de brujo. John Stuart Mill
resultará ser el fruto de los sistemas pedagógicos ensayados por su
progenitor; alguien que nacido en la modestia había accedido a los
estudios superiores dadas sus extraordinarias facultades
intelectuales —ello es importante— gracias a las cuales había
sido enviado a la Universidad de Edimburgo y ordenado Predicador de
la Iglesia Escocesa, aunque jamás llegó a predicar.
Se
encargó personalmente de su educación aislándolo de los demás
niños y sometiéndolo a la más estricta disciplina. Sentado frente
a su padre —«uno
de los hombres más impacientes que ha habido»—
en la misma mesa en la que aquel escribía la Historia
de la India, consiguió
que a los cinco años supiera griego y a los ocho aritmética y latín
el cual tuvo que enseñar además a sus hermanos. «De
los ocho a los doce años —dice
en su autobiografía— aprendí
con detalle Geometría elemental y Álgebra, el Cálculo Diferencial
y otras partes de la matemática superior...»
¿Cuál
podría ser el coeficiente intelectual del joven John?
Aunque él razonaba que
«...en lo que se refiere a dones
naturales, estoy por debajo, no por encima, de la media normal»
(algo poco creíble) de
esta experiencia pudo resultar un monstruo o una ruptura con su
estricto padre. Pero no; «John Mill poseía al cumplir los doce años
los conocimientos de un hombre de treinta excepcionalmente erudito.
(...) Su padre no dudaba del valor de su experimento. Había
conseguido producir un ser excelentemente instruido y perfectamente
racional»(1), y se diría que con una mente lógica y clarividente
junto con una capacidad de pensamiento singular, aunque..., castrado
de sentimientos y emociones. Esa falta de afecto y emotividad le
llevará a sufrir ya adulto terribles crisis en las que contemplará
el suicidio. A los veinte años: «Me
encontraba en un estado de depresión nerviosa (...) sin poder
experimentar sentimientos alegres o placenteros de ningún tipo», al
tiempo que cada vez eran más frecuentes «...mis
más largas recaídas depresivas». Conseguirá
salir de esa etapa leyendo poesía por primera vez en su vida, puesto
que a su padre sólo le había gustado «poner
en mis manos libros que trataran de hombres con energía, capaces de
enfrentarse a circunstancias poco comunes, y luchar y vencer ante las
dificultades», ello además de que
«...tenía que darle cuenta minuciosa de lo que había leído, y
responder a sus numerosas e inquisitivas preguntas».
Lo
superó; nunca le faltó como veremos aquella energía necesaria para
enfrentarse a circunstancias poco comunes. La primera de esas
circunstancias le sobrevino pronto, fue desde el momento en que
conoció a la persona que le influirá por el resto de su vida aún
más que su padre, y a la que dedicará «la más absoluta adoración
durante casi medio siglo»(2). Se trataba de una casada con niños,
«...la más valiosa amistad de mi vida», a
la que conoció durante una cena en la casa de ella «...en
1830, cuando yo tenía veinticinco, y ella veintitrés años».
Durante los veinte siguientes Mill se verá
envuelto en un ménage à trois
de lo más extraño que se pueda uno imaginar. La admiración y el
enamoramiento entre John Stuart Mill, empleado gracias a su padre en
la East India Company, y
Harriet Taylor, una joven intelectual casada con el propietario de un
productivo negocio de almacenamiento y venta de salazones y doce años
mayor que ella, fueron mutuos e intensos desde aquel primer
encuentro.
Tratando
escrupulosamente por todos los medios de no deshonrar al señor
Taylor —algo que no pudo conseguirse—, comenzaron a sucederse una
relación de hechos y acontecimientos que aunque siempre los llevaron
a cabo en forma platónica, inevitablemente escandalizaron a la
sociedad de su tiempo. Veinte años de visitas (que en cierto momento
tuvieron que ser interrumpidas), cartas, notas, encuentros furtivos,
incluso largas estancias solos en Francia e Italia autorizadas por el
esposo y a veces llevando ella consigo a su tercera hija —no
olvidemos que él conservó siempre su puritanismo y ella la
fidelidad hacia su esposo—, veinte años en esta situación,
decíamos, acabaron llevando pronto a Mill a sufrir importantes daños
no sólo en su sistema nervioso sino en toda su salud; nuevas
depresiones, lesiones en su aparato digestivo y, finalmente, principio
de tuberculosis. Aunque no achacable a aquella situación se le
fracturó también una cadera debido a una caída la cual lo dejó
incapacitado durante varios meses y, lo que fue peor, sufrió la
pérdida de la visión debida a los emplastos de belladona que se le
aplicaron —aunque acabó finalmente recuperándola. Todo lo
sufrieron estoicamente hasta que el señor Taylor ya sexagenario
acabó muriendo de cáncer. No obstante, durante los dos meses que
duró la agonía, Harriet ejerció con entrega y total dedicación el
papel de enfermera y acompañante al lado de su esposo.
Tras
un espacio de tiempo razonable contrajeron matrimonio. Se produjo
entonces uno de «los acontecimientos
más importantes» de su vida privada.
El primero de estos fue mi matrimonio, en abril de 1851,
(...) durante siete años y medio pude
disfrutar de aquella bendición. ¡Durante siete años y medio
solamente!». Así fue; Harriet acabó
también enfermando de tuberculosis, y, buscando un lugar apropiado
para combatirla se dirigieron al sur de Francia. En ese viaje tuvo
lugar «...la muerte de mi esposa, en Avignon,
camino de Montpellier». En aquel lugar,
Avignon, «Compré un "cottage" lo
más cercano posible al lugar donde ella está enterrada, y allí, su
hija y yo, vivimos durante gran parte del año».
También allí moriría él en 1873 a la edad de sesenta y siete
años, la sobrevivió quince.
Pasó
allí en realidad la mayor parte de aquellos quince años con la hija
de ella como su colaboradora, venerando a su excepcional y adorada
compañera y terminando de corregir y publicar lo que faltaba de su
extensa obra. Entre otras cosas el último capítulo, el séptimo, de
su autobiografía; ella ya le había revisado en vida cuidadosamente
los seis primeros y aún parte de ese último. ¿Nos extraña? Pues
bien, ello nos da ocasión de conocer su relación intelectual.
Para
empezar diremos que en aquella joven casada a los veinte años con
aquel hombre de negocios al por mayor, subyacía una progresista
radical que llevaba una vida matrimonial en cierto modo fracasada.
Harriet había realizado escarceos literarios sin éxito y, en sus
escritos íntimos, en sus cuadernos de notas, diarios y poesía,
había ido expresando su frustración. Mill fue su salvación; ¿qué
fue lo que él vio en ella para que con tanta insistencia afirme en
lo sucesivo, casi de una manera ridícula, que ella tuvo un peso
excepcional en sus escritos? Escuchemos algunas de estas
afirmaciones:
«Por
encima de la general influencia que el espíritu de mi esposa tuvo
sobre el mío, lo que hay de más valioso en estas obras producidas
en colaboración provino de ella, fueron emanaciones suyas, no
teniendo yo parte mayor en ellas que la que tuve encontrando ideas en
otros escritores anteriores a mí, asimilándolas e incorporándolas
luego a mi propio sistema de pensamiento»
«...puede
decirse que todos mis escritos publicados son tanto obra mía como
suya»
«...fui
yo su discípulo tanto por el vigor y decisión de sus
especulaciones, como por la cautela con que formulaba juicios de un
orden práctico»
Su
embeleso hacia esa mujer fue tal que cuando muere, tras siete años y
medio de matrimonio, escribe de ella: «Mis
objetivos en la vida son los que fueron los suyos; mis metas y
ocupaciones son las mismas que ella compartía o con las que ella
simpatizaba, y están indisolublemente asociadas con su persona. Su
recuerdo es para mí como una religión, y el intento de ganar su
aprobación es el criterio por el que trato de regular mi vida».
Entre
todo lo que el pensador, escritor y político Mill nos dejó escrito,
además de su excepcional Autobiografía,
tenemos que detenernos en su trascendental
ensayo Sobre la libertad, la
obra más fundamental y reconocida y aún de plena actualidad hoy,
además de en el pasado siglo, como al tiempo de su publicación en
1859. Pues bien, ese magnífico ensayo sobre «la
naturaleza y los límites del poder que puede ejercer legítimamente
la sociedad sobre el individuo», o en otras
palabras el límite de «la dictadura de las
mayorías sobre las minorías en una democracia»
¡no es enteramente obra suya!, tal como él mismo dice.
Escuchémosle de nuevo:
«Por
lo que se refiere al contenido, es difícil identificar qué parte o
elemento en particular es más de ella que el resto. Todo el estilo
de pensamiento de que el libro es expresión fue enfáticamente suyo»
«No hay en la obra ni una sola frase que ella y yo
no revisáramos juntos varias veces, la diéramos mil vueltas y la
expurgáramos cuidadosamente de cualquier falta, tanto de contenido
como de expresión, que detectáramos en ella»
«Ninguno de mis escritos ha sido tan cuidadosamente
compuesto ni tan escrupulosamente corregido como éste. Después de
escribirlo dos veces, como de costumbre, lo conservamos con nosotros,
y de cuando en cuando lo sacábamos y volvíamos a repasarlo de
"novo", leyendo, ponderando y criticando cada frase».
¡Desconcertante!
Si bien es cierto que ella estuvo siempre contra los
convencionalismos de aquella sociedad los cuales para Mill se podrían
enumerar como: «la abolición del privilegio y del abuso; la lucha
contra la barbarie elitista, y también contra la barbarie popular;
el reconocimiento de las dignidades básicas de los seres humanos,
hombres y mujeres por igual; el universal derecho al sufragio; la
abolición de la esclavitud y del racismo; la supresión del castigo
corporal; el derecho al trabajo; el respeto a la legítima voluntad
de independencia de los pueblos frente al centralismo colonialista;
la extirpación del prejuicio»(2), algo que para él, como
utilitarista que era,
podría resumirse en aquella frase: «la mayor felicidad para el
mayor número de personas», hemos de reconocer que nunca su esposa
pudo tener en su pensamiento y expresión la superior preparación de
Mill. En su juventud —en pocas palabras— su padre lo inició en
el estudio de David Ricardo y Adam Smith; después pasó temporadas
en Francia con el «padre» del Utilitarismo, Jeremy Bentham,
y en su posterior preparación intelectual llegó a saber en
profundidad de los principales pensadores anteriores y contemporáneos
a él.
John
Stuart Mill, para ir terminando, pudo estar deslumbrado por algo que
en su esposa Harriet residía y que quizás tuvo que ver con aquella
amputación de sentimientos, bondades y cariño que sufrió en su
infancia y juventud bajo la «tutela» de su padre —en toda su
autobiografía jamás hace mención a su madre. Pero «la
mejora de la humanidad» que él de una
manera idealista pretendió con sus escritos, se tuvo que basar
indudablemente en su formación, clarividencia y discernimiento.
Despidamos
a Mill trayendo aquí algunas citas suyas que con emoción fui
guardando en alguno de mis morrales cuando lo leí:
«Aprendí
como lograr lo más posible cuando no podía conseguirse todo; en vez
de indignarme o desanimarme cuando las cosas no salían enteramente
como yo quería, supe conformarme e, incluso, animarme cuando
siquiera una parte mínima resultaba conforme a mis deseos; y cuando
ni eso llegaba a alcanzar, aprendí también a soportar con absoluta
calma la derrota completa».
Y
más adelante: «...ese hábito de no aceptar
como completas las medias soluciones a los problemas; de no abandonar
nunca una dificultad, sino de volver una y otra vez a ella hasta
clarificarla; de no dejar nunca sin explorar los oscuros rincones de
ningún asunto, simplemente porque no parecen importantes; de no
pensar que se ha entendido ninguna parte de un problema hasta haber
entendido el todo».
«¡Cuánto
que gozar en un mundo donde hay tanto que transformar, reformar,
tantas injusticias que suprimir, tanto sufrimiento que eliminar, tanta
belleza que construir!».
«Una
mente cultivada encuentra motivos de interés perenne en cuanto le
rodea. En los objetos de la naturaleza, las obras de arte, las
fantasías poéticas, los incidentes de la historia, el
comportamiento de la humanidad pasada y presente y sus proyectos de
futuro».
«En
un mundo en el que hay tanto por lo que interesarse, tanto de lo que
disfrutar y también tanto que enmendar y mejorar, todo aquel que
posea esta moderada proporción de requisitos morales e intelectuales
puede disfrutar de una existencia que puede calificarse de
envidiable».
Y
como estamos en un blog literario
no dejemos sin consignar un par de sentencias suyas relativa a este
campo:
«Escribir
para publicar no es tarea que pueda recomendarse como segura fuente
de ingresos a una persona que esté llamada a hacer algo en el campo
de las letras o en filosofía».
«Los
que tienen que vivir de la pluma están obligados a depender de la
esclavitud literaria, o, en el mejor de los casos, de obras que están
dirigidas a las grandes multitudes; y sólo pueden dedicarse a
escribir lo que verdaderamente quieren durante los pocos ratos libres
que les quedan después de cubrir sus necesidades».
_____________
(1) Isaiah
Berlin, John Stuart Mill y los fines de la
vida
(2) Carlos
Mellizo, Prólogo y notas a la Autobiografía
de Mill
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