domingo, 5 de agosto de 2012

Día Sesenta y ocho: ¿Teresa y Juan-Jacobo?, ¿pero cómo se explica?



¿Cómo se explica qué? Pues sencillamente que uno de los más geniales e influyentes escritores y pensadores del siglo de las luces se acabe amancebando, o si se quiere uniendo sentimentalmente a una costurera, a una vulgar criada durante treinta y dos años. Estamos de nuevo ante una relación similar y tan insólita como la de Goethe con Christiane y la de Joyce con Nora que ya hemos tratado aquí... ¿Existirán más casos?

   En sus Confesiones dejó escrito: «Nada manifiesta tanto las verdaderas inclinaciones de un hombre, como la clase de relaciones a que está unido», y respecto a ello señala mediante un asterisco una nota a pie de página: «A menos que se haya engañado en su elección... Por lo demás aléjese toda aplicación injuriosa a mi mujer. Ella es a la verdad, más corta y fácil de engañar de lo que yo había creído; mas por su carácter casto, excelente, sin malicia, es digna de toda mi estimación y se la tendré mientras yo viva». Y lo cumplió.
   Cuando Jean-Jacques escribía esto contaba más o menos cincuenta y seis años y hacía veintitrés que había conocido a Thérèse Le Vasseur y la había hecho su amante. Pero veamos cómo se desarrolló todo aquello.
Se encontraba alojado de nuevo en París en una fonda que ya había sido anteriormente su hogar: «Allí me esperaba el único consuelo real que me ha concedido el cielo en medio de mi desdicha...». Era ella de «unos veintidós a veintitrés años» y la primera vez que la vio le «maravilló su aspecto modesto y más aún su mirada viva y dulce... Ella era muy tímida; yo lo mismo... De antemano le declaré que jamás la abandonaría si bien no me casaría tampoco». Sin embargo sí se acabó casando con ella.
La verdad es que aquel trotamundos que con las mujeres tiene un especial encanto y a tantas ha conquistado y lo han protegido, se convierte por primera vez en el protector de una muchacha inculta que tal como él mismo relata no sabe ni contar el dinero ni conoce el precio de las cosas, confunde las palabras con sus opuestas y nunca consiguió leer correctamente la hora marcada por un reloj o citar ordenadamente los doce meses del año.
¿Se habrá preocupado algún ensayista —quizás un psicólogo— de analizar estas curiosas relaciones del genio con la zafia criada-amante? Parece como si se tratara de una doble personalidad, una doble vida. Es como si el genio escritor necesitara una proyección exterior, una imagen mundana, una relación con su entorno y su mundo circundante; pero a su vez precisara de su soledad, su mundo interno donde pueda satisfacer su enorme ego —afectiva y sexualmente— como un déspota, sin que le rechisten, o ¿existe algo edípico también en esa relación? Entiendo que necesita dos mundos para realizarse; en el primero no tiene cabida esa mujer sumisa, del segundo excluye a la pléyade de personajes que le alaban y le critican, y en medio un muro que separa esos dos universos. Merece la pena recordar que la relación entre sexo, amor y vida conyugal se resolvía al parecer según Demóstenes de la siguiente manera: «Las cortesanas existen para el placer, las concubinas para los cuidados cotidianos, las esposas para tener una descendencia legítima y una fiel guardiana del hogar»(1).
Mas continuemos con ciertos detalles que nos arrojen alguna luz. Nunca le preocupó que Teresa hubiera tenido un desliz apenas salida de la infancia debido a su ignorancia y a la astucia de un seductor tal como ella se lo hizo saber. Una tan grande ignorancia que le lleva a él a tratar de instruirla: «Al principio me propuse formar su inteligencia, mas fue tiempo perdido» confiesa decepcionado, pero ello no le desalienta puesto que «En Teresa hallé el suplemento que necesitaba; por su medio viví feliz cuanto podía serlo...», y, además, con el tiempo descubrirá que aquella persona tan ignorante —él la llama hasta estúpida— tiene un instinto especial para las situaciones difíciles y le ayuda a tomar decisiones eficaces que ni siquiera él era capaz de vislumbrar: «Mas esta persona tan limitada y, si se quiere, también tan estúpida raciocina de un modo excelente en las ocasiones difíciles (...) en las catástrofes que he sufrido, ella ha visto lo que yo mismo no veía; me ha dado los mejores consejos; me ha sacado de peligros donde yo ciegamente me precipitaba...», y todo ello a pesar de no tener «...bastantes ideas comunes para que a veces nos faltase motivo fecundo de conversación, no pudiendo hablar siempre de nuestros proyectos...». Pero le es suficiente sentirse querido por ella: «Veía que me amaba sinceramente y esto redoblaba mi ternura», eso a pesar de tener que soportar a la madre puesto que ella vive con su familia: «...aunque Teresa fuese desinteresada como pocas, no así su madre (...) Cuanto hacía para Teresa quedaba destruido por su madre, que lo aplicaba al servicio de sus allegados».
No le agrada seguir viviendo así: «No salía más que para ir a casa de Teresa, que vino a ser casi la mía», y ello le lleva a buscar cierta autonomía junto a ella, necesita independizarse de la madre, y, de ahí «el deseo que tenía de mucho tiempo de no formar más que una casa con Teresa». Tal es así que no lo duda, puesto que «Había depositado mis más tiernas afecciones en una persona grata a mi corazón y esta me correspondía». Y, para ello, «con los muebles que ya tenía Teresa lo reunimos todo, y habiendo alquilado una pequeña habitación en la fonda..., nos arreglamos como pudimos y allí vivimos apacible y agradablemente durante siete años...» ¿Increíble? Sigamos: allí son felices cenando junto a una ventana sentados «...en dos pequeñas sillas colocadas sobre una maleta... sirviéndonos de mesa la ventana... lo delicioso de esas cenas que por todo manjar consistían en un cacho de pan de baja calidad, algunas cerezas, un poco de queso y medio cuartillo de vino...» ¿Cómo puede explicarse esta felicidad a pesar de que siga reconociendo que su Teresa «...tenía un corazón de ángel... habíamos nacido el uno para el otro»? Se acabará casando civilmente con ella a los cincuenta y seis años.

Pasemos ahora al gran escándalo que Voltaire provocó consecuencia de un panfleto anónimo y clandestino que hizo circular para denigrarlo, y que resultó ser el motivo de que dos años más tarde se pusiera a escribir sus Confesiones: Rousseau ha tenido con Thérèse cinco hijos que ha ido depositando en la Inclusa.
Él mismo trata de explicarlo en sus Confesiones, y hasta cierto punto intenta justificarse ante el lector: «Mientras yo engordaba..., mi pobre Teresa engrosaba por otro estilo...», pero él había aprendido que en aquellos tiempos «...el que más enriquecía la Inclusa era siempre el más aplaudido. Esto me pervirtió». Para el primero de los cinco hijos contó con la colaboración de su suegra, aunque con la resistencia de Teresa: «He ahí la salida que yo necesitaba, y me resolví a seguirla alegremente sin el menor escrúpulo; y el único que hube de vencer fue el de Teresa». Llegado el momento a Teresa la acompaña su madre a casa de la comadrona y es esta la que deposita a la criatura «en la Inclusa, del modo acostumbrado. Al año siguiente vuelta a lo mismo...» Reconoce que fue una «fatal conducta» pero también razona que «...entregando mis hijos a la educación pública por serme imposible educarlos por mí mismo, al destinarlos a ser obreros y campesinos mejor que aventureros y andariegos creí hacer un acto de ciudadano y de padre...»; «...fueron cinco los que tuve. Este proceder me pareció tan bueno, tan sensato, tan legítimo, que si no me jactaba de ello, sólo fue por respeto a la madre», y, sin embargo «...el pesar me ha indicado que me equivoqué».
Esta conducta de monstruo que sus enemigos aprovecharon para difamarlo merece que la analicemos someramente a la luz de lo que algunos estudiosos del tema han escrito sobre el mismo. 
   Primero de todo: ¿tuvo realmente Juan-Jacobo cinco hijos? Más aún: ¿llegó a tener algún hijo en su vida? No olvidemos su enfermedad genito-urinaria ni mucho menos su vida «galante» con tanta dama a la que, al parecer, a ninguna dejó jamás embarazada. En ningún escrito para ser publicado en vida hizo mención alguna a su paternidad, tan sólo lo hizo en aquellos que estaba previsto se publicasen tras su muerte. De esos cinco hijos tampoco se ha podido encontrar rastro o noticia alguna. ¿Fueron esos hijos tan sólo una invención de Teresa? También, aunque ella los hubiera tenido pudo ocurrir que Rousseau no fuera el padre de ellos, y que lo supiera, aunque no nos parece verosímil. De igual forma es posible que jugara un papel muy importante el salvar su virilidad para la historia contando esa fábula; al fin y al cabo había sido toda su vida un enfermo, y en consecuencia posiblemente un impotente. Sin embargo, antes de revelarlo en sus Confesiones, «...cuando Voltaire le acusa, se defiende, hace trampas y juega con las palabras. La vergüenza le obliga a callar o a salirse por la tangente: adivina que el silencio, el prestigio de su vida desgraciada son, mientras esté vivo, su mejor defensa»(2).
   La segunda parte a comentar sobre el tema tiene que ver con las costumbres de la época. Incluso suponiendo que los hechos sucedieran así y su virilidad fuera cierta, la realidad es que cada tiempo tiene sus modos y su proceder; él, tal como lo escribe, seguía «los usos del país», «del modo acostumbrado». En nuestra época, las prácticas abortivas en clínicas más o menos clandestinas es el medio que parte de la sociedad utiliza para deshacerse de los hijos no deseados, incluso son reconocidos ciertos abortos como legales. A mediados del siglo dieciocho era práctica habitual depositar en la Inclusa, así como en las iglesias y en los conventos, a los recién nacidos por alguna razón no queridos —la pobreza, el deshonor, la violación, el incesto. Se estima que la cifra llegó a alcanzar en cierto momento a un tercio del total de los nacidos. Ignoro las cifras proporcionales de abortos hoy día respecto al número de embarazos, aunque debe ser fácil conocerlas.


   Pero lamentablemente nos vamos sin conocer la cuestión primera: ¿qué es lo que pudo unir a una pareja como aquella o como las dos ya citadas? ¿Les unió eso que se llama amor, el enamoramiento, del que Ortega decía que se trataba solamente de «un estado de imbecilidad transitorio»? No; en los tres casos que nos ocupa no hubo nada transitorio; les duró toda una vida.
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(1) José A. Marina: Cartas de amor
(2) Jean Guéhenngo: Jean-Jacques Rousseau










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