El día
anterior nos hacíamos preguntas acerca de la erudición de Rousseau
y de su capacidad para la escritura. Entremos en sus Confesiones
en las cuales se confiesa «como
nunca antes lo había hecho un ser humano», el
primer libro considerado «inaugural de toda la autobiografía
moderna»(1) que, además, lo escribió a raíz de las acusaciones de
un panfleto anónimo detrás del cual estaba Voltaire. Cuando las
comenzó contaba cincuenta y cuatro años.
Su madre,
de familia más acomodada, les había dejado al morir a él y a su
padre una biblioteca con algunas novelas «...que
leíamos por las noches después de cenar (...) pasábamos las noches
en claro, leyendo sin descanso...» Leídas
todas ellas —Rousseau contaba siete años— aborda otros libros
que «...de la parte de su padre (su
abuelo materno) nos había tocado. (...)
la Historia de la Iglesia y del Imperio, por
Le Sueur; el Discurso sobre la Historia
Universal, de Bossuet; los Hombres
ilustres, de Plutarco; la Historia
de Venecia, por Nani; las Metamorfosis,
de Ovidio. (...) Plutarco fue sobre todo mi lectura favorita...»
¿Debemos creerle? Muchos críticos han
asegurado que Rousseau fabuló en sus confesiones.
Sea como
fuere, su afición primero a la lectura y después al estudio le
persiguió toda la vida. Nunca pisó un aula; todo lo más, junto a
su primo, escuchó hasta los doce años las enseñanzas que el pastor
Lambercier les impartía en su casa. A los quince, siendo aprendiz de
grabador, se vuelve a aficionar a la lectura. Una mujer «famosa
alquiladora de libros me los proporcionaba de todas clases (...) todo
lo leía con idéntica avidez (...) a fuerza de leer se me iba la
cabeza (...) Mi amo me vigilaba, me atrapaba, me pegaba y me cogía
los libros. ¡Cuántos volúmenes fueron rasgados, abrasados o
tirados por la ventana!».
Ahora
lo vemos con veinticuatro años en la finca Les
Charmettes donde pasa los mejores años de su
vida con su protectora y amante la señora de Warens que le lleva
trece; ella fue quien lo inició en el conocimiento y cultivo de la
música. Pero allí diríamos que comienza su enseñanza superior.
«Me he trazado un sistema de estudio que he
dividido en dos capítulos principales: el primero comprende todo lo
que sirve para iluminar el espíritu y para adornarlo con
conocimientos útiles y agradables, el otro incluye los medios de
formar el corazón para la sabiduría y la virtud»
le escribe entonces a su padre.
En
la mañana «Después de dos o tres horas de
conversación me iba a mis libros hasta la hora de comer. (...)
alguno de filosofía, como la Lógica de
Port-Royal, el Ensayo de
Locke, Malebranche, Leibniz, Descartes, etc. (...) de aquí pasé a
la geometría elemental; (...) Siguió el álgebra (...) Después de
esto venía el latín. (...) Antes de mediodía dejaba los libros,
(...) Luego volvía a mis libros; (...) Lo que seguía con más
exactitud era la historia y la geografía; (...) Había comprado un
planisferio para estudiar las constelaciones; (...) Este furor en
aprender se convirtió en una manía que me dejaba como
entorpecido...» —no es extraño. «Seducido
mucho tiempo por los prejuicios de mi siglo, consideraba el estudio
como la única ocupación digna de un sabio».
Pero
oigámosle de nuevo: ahora está en Montpellier donde, siempre
preocupado por su dolencia urológica, se apunta a un curso de
anatomía «...que me vi obligado a abandonar
a causa de la horrible hediondez de los cadáveres que se disecaban y
que me fue imposible soportar. (...) He aquí lo primero que debo
verdaderamente al estudio; por él había aprendido a reflexionar y
comparar». Y, sin embargo, curiosamente su
vida intelectual seguirá también otros derroteros: la música.
Cuando Rousseau con treinta años llega a París dispuesto a
conquistarlo está plenamente dedicado a la música y, de hecho,
donde su nombre va a ser conocido es en este campo. «No
había abandonado la música, (...) al contrario, había estudiado la
teoría lo bastante para considerarme perito en esta parte».
A
París llega con tres cosas: quince luises, su comedia Narciso
escrita a los veinte años, y su nuevo
sistema de notación musical que consigue exponer en la Academia de
Ciencias. Hasta aquí, atropelladamente, su insólita lucha en busca
de aquella instrucción de la que carecía.
¿Rousseau
músico? Esa fue su ilusión, triunfar en el campo de la obra
musical. Y, sin embargo, a pesar de escribir óperas y componer,
habiendo puesto todo su fervor en la música no pasará a la historia
en ese campo; será conocido definitivamente como escritor aunque
consiga con aquella una gran popularidad que después de su
colaboración en la Enciclopedia
le llevará a escribir un Diccionario sobre
ella. Ni siquiera su gran triunfo Pigmalión
estrenado a
los cincuenta y ocho llegará apenas a la posterioridad. Acabará
rompiendo con el gran músico del momento, Rameau, que lo despreciará
envidioso de su éxito tras conseguir estrenar su ópera Las
musas galantes; después
en Versalles El
adivino en la aldea y nuevamente en París la
comedia Narcisse. Va a
ser presentado al rey que quiere señalarle una pensión, pero
Rousseau es demasiado republicano y huye, se escapa; así es
Rousseau.
Entonces,
¿cómo es posible que este ignorado galeote de la música nos haya
llegado como ejemplar de una mente clara exponiendo sus ideas con la
pluma?
Fue un día
de octubre del año 49 cuando se hizo escritor; fue como la caída
del caballo que sufrió Pablo de Tarso. Una «iluminación
fulminante y brutal» tal como él mismo la
definirá:
Diderot,
entonces su amigo del alma sufre prisión y Rousseau lo va a ver a
Vicennes frecuentemente. Aquel día, camino de una de aquellas
habituales visitas tiene conocimiento mediante un periódico de un
certamen: ¿Han sido las ciencias y las artes positivas para la
Humanidad?, ¿el progreso de las mismas ha contribuido a depurar o a
corromper las costumbres? El periódico Mercure
de France invita a que se expongan ideas
sobre este punto y Rousseau tiene conocimiento de ello precisamente
dirigiéndose a pie —como a todas partes acostumbraba a ir— a ver
a su amigo. «Nada mas leerlo vi un universo
distinto y me convertí en un hombre diferente».
Él, que durante un tiempo se había rendido al influjo de las artes
y las ciencias, se estremece y ve claro por primera vez su error; se
le caen las escamas de los ojos de la razón y, en una iluminación
fulgurante, agitado por un cataclismo de ideas que acuden brutalmente
y sin orden a su cerebro se tiene que sentar al pie de un olmo como
si aquel relámpago de principios y percepciones le derribara. Una
vez en Vicennnes, todavía desasosegado, le confiesa a su amigo su
emoción y le pregunta si debe intentar exponer sus teorías.
¡Qué
paradojas! Aquel éxito que lanzó a Jean-Jacques definitivamente a
la fama, aquel Discurso
sobre las ciencias y las artes que
apasionadamente se pondrá a escribir,
una diatriba que hoy nos parece una boutade
y que incluso entonces debió serlo, resultó gustar por su estilo y
fue premiado por la Academia de Dijon.
Pero
Rousseau, como le sucedió a lo largo de su vida, tuvo que sufrir la
ignominia y el ultraje, aquel «alimento de los héroes» que tanto
hemos citado; la confesión hecha a su amigo y sus planes de escribir
sobre el tema servirán para que más tarde el discurso sea atribuido
a Diderot, al menos las ideas cardinales allí expuestas.
¡Pobre Jean-Jacques!; ya Diderot no era su amigo, se
habían distanciado y nadie lo defenderá. «Estamos
engañados por la apariencia de un bien», nunca
más a propósito ese lema con el que había concurrido a aquel
certamen que, de momento, le significaba una medalla de oro de gran
valor como resultado de la feliz votación de los académicos. «Dijon
había coronado sobre todo una elocuencia y una retórica de un tono
nuevo.... que condenaba —¡precisamente!— los valores que se
suponía que los académicos tenían que defender»(2). «Me
hice escritor casi a pesar mío, fui arrojado por sorpresa en esa
funesta carrera».
Y, sin
embargo, aquello era únicamente el principio de su abrumadora y
variopinta obra revestida de pensamiento, o viceversa. Durante diez
años llevará a cabo toda su más importante producción literaria
comenzando por el segundo discurso, el del origen de la desigualdad
entre los hombres que, como el anterior, obedecía a un certamen de
la Academia de Dijon. Y aunque no hubo premio sí hubo reconocimiento
y... odio, el de los enciclopedistas encabezados por Voltaire: «Jamás
se ha derrochado tanto ingenio en querer convertirnos en bestias.
Cuando se lee vuestro libro entran ganas de andar a cuatro patas» le
contesta acusándole recibo de haberlo recibido —para Engels
«una obra maestra de la dialéctica». Faltaban siete años para que
diera a la luz su revolucionario Contrato
social tras publicar Julia
o la nueva Eloísa y Emilio
o la educación.
De este
ultimo yo le pediría al lector desconectado de Rousseau que tratara
de leer exclusivamente el
relato titulado Profesión
de fe del vicario saboyano.
Es cautivador leer lo que su portentoso intelecto le dicta, todo ello
disfrazado bajo la supuesta confesión que le hace un tercero.
Dejemos hoy
a Rousseau del que no pararíamos de hablar. Solamente recordar que a
todos sus reveses debemos añadirle que durante toda su vida fue un
enfermo. Su retención crónica de orina le fustigó sin piedad; «Los
médicos no conseguían aliviarlo... Se veía condenado al uso más o
menos continuo de la sonda..., la enfermedad cada día lo aisló más.
En compañía, siempre le costaba mucho dominar sus molestias... ¿Hay
que decir que le salvó de los demás? Sin ella, posiblemente no
hubiese sido más que un filósofo entre los filósofos...»(3)
—————————
(1) Fco.
Javier Hernández: Introducción a Las
ensoñaciones del paseante solitario
(2) Raymond
Trousson: Jean Jacques Rousseau. Gracia y desgracia de una conciencia
(3) Jean
Guéhenngo: Jean-Jacques Rousseau
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