lunes, 25 de junio de 2012

Día Sesenta y tres: Plagios y «negros» para todos los gustos

Se decía exactamente en aquel artículo citado el último día que: «La historia de la literatura es un proceso de imitaciones a las que los autores, a veces inconscientemente, van añadiendo algo genuino. Pero no es cierto; me refiero a «inconscientemente» y a «genuino».
    Uno de los casos de «negros» más conmovedor es el que aquí en mi país salió a la luz hará aproximadamente una docena de años, y que tuvo lugar —siempre según uno de los presumibles «negros»— en la década de los sesenta del siglo pasado, exactamente en 1966. Suponiendo que los hechos sean ciertos la conocida escritora y periodista Lidia Falcón (hija de César Falcón, el también escritor y periodista peruano) nos descubrió a los españoles que el gran libro sobre la sexualidad publicado en esa fecha por el entonces famosísimo psiquiatra López Ibor —quizá el primer libro de ese género con atisbos audaces—, fue la obra íntegra de ella y de su «compañero» de aquella época, Eliseo Bayo, también periodista.
El libro de la vida sexual fue el trabajo exclusivo de una pareja de jóvenes escritores contestatarios del franquismo, sin empleo y con hambre, a los cuales la editorial les había encargado esa tarea pagándoles treinta y cinco pesetas por página escrita para que pudieran comer: «...consultamos multitud de obras de los más famosos entendidos en la materia. Empezamos por la vida sexual de los pueblos primitivos (...) y llegamos entusiasmados a las obras de Freud, de Wilhelm, de Foucault...» La pareja le puso ilusión al asunto, y, aquel libro —pionero como hemos dicho en ese tema tabú en aquella época de represión— acabó siendo un éxito. Como dijo Valéry: «La historia de las Letras es pues también la historia de los medios de subsistencia de los que han practicado el arte de escribir a través de los tiempos. En ella se encuentran todas las soluciones posibles al problema de vivir a pesar del talento que se tenga...».


   ¿Habéis oído hablar de «intertextualidad»? En el diccionario de María Moliner no aparece esa palabra, aunque hace muy pocos años estuvo durante unos días de moda. En Wikipedia se define como el «conjunto de relaciones que acercan un texto determinado a otros textos de variada procedencia... con una referencia explícita o la apelación a un género... etc. Y entonces yo recordé a Borges, a su biblioteca infinita y aquello de que todo estaba ya escrito.
Viene esto a cuento porque nada menos que un director de la Biblioteca Nacional de España, ingeniero, economista, urbanista, profesor universitario y escritor (novelista y ensayista) publica hace unos años —estando en el cargo— un libro sobre el mundo griego en tiempos de Pericles, y en él se descubre que ha reproducido hasta doce páginas de la obra editada por un profesor universitario de Oxford en 1921, Gilbert Murray, que fue publicada en España tres años más tarde con el título El legado de Grecia. Cuando ante aquel plagio de fragmentos enteros estalló el escándalo, el autor explicó que se trataba de un caso de «intertextualidad» y no de plagio.
David Hume había dejado escrito que: «Una noble emulación es la fuente de toda excelencia», pero, ¡ojo!, la palabra emulación la escribió precedida del adjetivo «noble».



En el caso anterior curiosamente no se trataba de «negros»; hay que suponer que el resto de la obra fue fruto del trabajo y del tesón del autor, aunque en algunos sucesos parecidos a este con frecuencia vienen saliendo a la luz casi siempre aquellos. Decía Fernán-Gómez en aquel artículo que: «En la mayor parte de los casos de plagio... se ha acabado echando la culpa a los negros. El misterio ha quedado resuelto: el escritor no ha sido culpable del delito de plagio sino de utilizar un negro. Y este delito me parece que no está tipificado».
Fue lo sucedido hace una decena de años a una star del periodismo y de la televisión, que además editaba una revista para féminas —la cual supongo que sigue apareciendo— y que llevaba su nombre como título de la misma. Aquí el estrépito se armó al haberse descubierto que la primera novela de la afamada periodista era en parte el resultado del trabajo de un «negro» que le acabó metiendo en ella trozos enteros, sin retocarlos, de novelas ya publicadas por otros autores. Se trataba de su primera novela, repito, y su argumento trataba de un tema muy de actualidad entonces y aún en nuestros días: el maltrato de género. 
Párrafos de dos obras de autoras conocidas, Danielle Steel y Angeles Mastretta, aparecían en la novela. El «negro» —que ya tenía novelas publicadas— era según ella un «colaborador» suyo de toda confianza, y también su ex cuñado. Al cabo de varios días de un embarazoso silencio acabó ella manifestando que se trataba de un error informático, pero la novela fue retirada del mercado por la editorial después de haberse vendido cien mil ejemplares. ¿Venganza del «negro»?, ¿ganas de darse a conocer? No lo sé, pero lo que sí quedó claro es que ella ni siquiera la había leído para supervisarla, pues habría detectado aquellos párrafos como no suyos si es que hubiera sido la autora.

 


    En octubre de 2003 me sorprendió leer en Newsweek un artículo sobre la autoría de El Don apacible. Se decía en él que Shólojov —allí se le llamaba Sholokhov— posiblemente nunca escribió su gran obra El Don apacible, que siempre habían existido rumores sobre ello. En aquellas fechas un historiador de literatura judío trataba de demostrar que el autor de este libro fue en realidad un oficial del ejército ruso muy poco conocido como autor, Fiodor Kriukov, que había sido asesinado por los comunistas durante la revolución bolchevique; se decía que posiblemente el Soviet Supremo pasó el ejemplar de ese manuscrito a un equipo de notables «negros» para que compusieran una gran obra capaz de proyectar la literatura del país comunista en plena guerra fría. El historiador judío demostraba al parecer que en la obra original había stylistic inconsistencies and competing voices.
Procuré informarme, pues poseía un ejemplar en dos volúmenes editado en 1967 adquirido por esas fechas (entonces se le llamaba Cholojov). Me fui a él y consulté la Introducción; en ella se decía lo siguiente: «El estilo de Cholojov es variado, múltiple. Fluido cuando relata, suntuoso cuando describe paisajes, cadencioso en las batallas, directo... etc.» Y entonces, cuando además averigüé que Mijaíl Shólojov tan sólo contaba veintitrés años al comenzar a publicarse la obra por entregas —las cuatro entregas duraron doce años hasta 1940—, que además de ser un funcionario del Partido Comunista —ajeno y sin compromiso con la literatura— había sido un protegido de Stalin, que el manuscrito original no había sido encontrado hasta la muerte del mismo en 1984, y, finalmente, que nunca volvió a escribir una obra con clase...: «Los demás libros de Shólojov (...) aparecen condicionados por el intento de lograr la aceptación de la crítica oficial y de convertirse en intérprete de la política cultural stalinista»(1), entonces comprendí que estaba ante una de las mistificaciones más grandes de la historia de la Literatura.
Ante el sorprendente «estilo» de este autor —el cual se decía en la Introducción de mi ejemplar que era variado, múltiple...— recordé aquello que decía Ortega y Gasset: «...se escribe como se es, como se piensa y como se siente». Lo triste es que Sólojov fue premiado con el Nobel por esa obra en 1965.


    ¿Puede una máquina escribir una novela? La noticia saltó a la prensa hace cuatro años cuando oímos en la televisión y luego leímos en los periódicos que un ordenador denominado Writer 2008 había escrito una versión parecida a Anna Karenina. Preparado para empresas similares gracias a lo más avanzado en Inteligencia Artificial, una vez que hubo recibido datos de aquella novela incluidos apariencia y perfil psicológico de los personajes, vocabulario, estilos literarios de trece escritores rusos y las líneas generales de la trama, en tres días Writer 2008 había compuesto una novela aceptable que, una vez realizada en ella las oportunas correcciones literarias, se iba a editar en una primera tirada de diez mil ejemplares. Sin embargo, pronto supe que diversos expertos del mundo de la literatura habían «decretado» que la obra, sin duda, había sido escrita por un «negro», alguien que ya en la sombra venía trabajando para otros autores. En una palabra: hasta los ordenadores disponen ya de «negros». ¿Y quién se atreve así a leer cualquier cosa que salga hoy al mercado? Yo, personalmente, me quedo con los clásicos que no tenían negros y lo más que hacían era imitar; ya dejó escrito Gautier que «Quien no ha imitado nunca, no ha sido nunca original».
* * *
    Y ahora Platón.
   Imaginemos que tenemos un amigo excepcional cuyos pensamientos son nuevos, revolucionarios; nunca antes nadie había sido capaz de darle un enfoque tan hermoso y sublime a la existencia. Pero este amigo no escribe, tan sólo nos enuncia sus teorías, y, un día se nos muere. Uno de nosotros se pone a escribir y quiere dejar plasmado en el papel lo que aquel amigo sabio pensaba, y escribe mucho y bien; y lo lee mucha gente, y muchas generaciones saben de él —de él y del que escribe. Pero llega un momento en el que alguien empieza a dudar que todo lo que este discípulo ha escrito y puesto en boca de nuestro sabio amigo fallecido puede que esté contaminado por algunas ideas propias de ese discípulo, y no hubiera sido pensado y dicho por aquel amigo y maestro tan sabio.
   El Fedón es un gran libro escrito por Platón (el cual estuvo presente en la agonía de Sócrates) en el que nos relata su muerte y sus últimos pensamientos. Fedón era otro de los discípulos, pero nunca escribió ese libro; entonces Platón se pone a escribirlo como un supuesto relato de Fedón (que también fue testigo, estuvo allí) en el que le cuenta a Equécatres (un discípulo que no estuvo presente cuando Sócrates moría) cómo sucedió todo. Pero —¡ojo!—, Platón se escabulle; hace notar en el propio libro que él, Platón, «no estaba presente en esos últimos momentos de Sócrates porque estaba enfermo», ¿no es sorprendente?
    En el volumen que poseo, la responsable de la edición(2) señala que en el Fedón la supuesta ausencia de Platón —que sí estaba allí, repito—, es una «ironía del propio Platón quizá para dejar todo el protagonismo de la teoría de la inmortalidad  del alma en boca de Sócrates que se halla en los umbrales de ese paso al más allá»; e incluso en la Introducción aclara que: «Resulta muy difícil delimitar en este diálogo lo socrático y lo platónico ... lo más probable es que, en sus líneas generales, se trate del pensamiento de Platón...».
    Si esto es cierto, ¿cómo podríamos denominar este hecho? No es un plagio, no hay «negros»..., y, sin embargo...



   Me preguntaba yo en la «entrada» del último día, que si la literatura es un incesante ir poniendo algo nuevo —«a veces inconscientemente»— a lo que los demás han ido dejando escrito, ¿quién había sido el primero?, ¿quién había empezado a escribir la primera palabra a la que alguien le empezó a añadir otras, y así sucesivamente?
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(1) Enciclopedia de la Literatura Garzanti, Ediciones B, S.A., 1992
(2) Mª Luz Prieto, Apología de Sócrates, Critón. Fedón






































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