¡Si uno
pudiera expresar únicamente en unas cuartillas tan sólo los mínimos
conocimientos adquiridos sobre la figura de Thomas Mann! ¡Gigante
tan magnífico y a la vez tan conmovedor! Trataré de dejar un
bosquejo (que siempre será escaso) persiguiendo que el lector
curioso se sienta contagiado y busque saber de él. Merece la pena;
es mucho lo que nos dejó.
Primeramente
se ha de decir que después de leer en sus diarios y en su obra de
ficción, uno se siente profundamente confundido. Parecen tratarse de
escrituras tan diferentes que hace pensar necesariamente que
correspondan a dos autores totalmente distintos.
En segundo
lugar, respecto al volumen de su obra, uno se queda atónito en
cuanto a productividad. Sin contar sus treinta y dos ensayos o
escritos de pensamiento, nos dejó más de cuarenta obras de
narrativa de una variedad temática difícilmente imaginable. Pero
esa productividad no lo es menos en cuanto a sus diarios, de los
cuales tan sólo los que abarcan de 1918 a 1939 han sido publicados
en extracto puesto que ocuparían más de ocho mil páginas; y no
dejó de escribirlos hasta el último día de su vida en 1955.
Al
igual que sucedía con Dostoievski, viene al caso preguntarse quién
era Thomas Mann, porque sin duda estamos ante un hombre con distintas
personalidades como se daban en aquel. Pero en Mann, aunque esas
personalidades vienen a darnos la imagen de un
autor indiscutido y reconocido, sin embargo también lo retratan como
falto de carisma, alguien que nunca fue querido por la mayoría,
alguien que posiblemente irradió más aborrecimiento que simpatía.
Lo
que más ha trascendido hasta nosotros ha sido la figura de un
neurótico obsesionado por llegar a manifestarse ante el público con
una determinada imagen que él mismo se preocupó de ir creando. Y
como neurótico está en la línea de los grandes, en primera fila
con ellos. Sin duda ambicionaba las alabanzas y el afán del
reconocimiento y le dominaba el gozo de la autocomplacencia; y no
obstante se reconoce que su prosa era encomiable, virtuosísima —si
exceptuamos a los modernistas que llegaron a conceptuarlo como un
anticuado al que había que mandar a un museo.
¿Egocéntrico?, ¿débil e indefenso?, ¿egoísta?,
¿actor?, ¿hipocondríaco?, ¿frío?, ¿calculador?, ¿repulsivo?
Estos son algunos de los epítetos que salpican su existencia y en
ella hay algo de todos. ¿Fue su vida insegura, penosa y vacía como
se asegura?, ¿trató mal a sus hijos y de ahí sus conmocionadas
existencias?, ¿era su único objetivo el llegar a ser el heredero de
Goethe?
¿Y el tema de su homosexualidad reprimida? ¿Fue
sacrificada en aras de ese gran triunfo que buscaba en el mundo de
las letras?, ¡indudablemente! A los treinta años se decidió por el
matrimonio. Pero mantenerse aparentemente en la ortodoxia le causó
enormes sufrimientos.
Al
pintor y violinista Paul Ehrenberg le dedicó la Parte Novena de Los
Buddenbrook; su relación con él comenzó a
los veinticinco años y le duró un interregno de cerca de tres entre
su primer encuentro con Katia —la que será todo para él— y su
boda con ella al cabo de ocho años; «...la
precaria situación en que se haya uno si no le gusta el sexo débil».
Todavía en su senectud sufría a causa de
sus sentimientos homoeróticos no plenamente realizados, cuando se
enamora en un hotel de Zurich de un joven camarero de Baviera (Franz
Westermayer) —su enésimo enamoramiento de un joven—, y razona
que también Goethe se enamoró fieramente a los setenta y cuatro
años de una chica de diecisiete; pero «...el
encanto incomparable de la juventud masculina que nada en el mundo
puede superar, que es la base de todo y que desde siempre ha sido mi
miseria y mi felicidad...», También a los
setenta y cinco deja en su diario: «Abajo, en
la pista de tenis (...) un joven argentino (...) Profundo interés
erótico. Me levanto del trabajo para mirar. Dolor, placer...», y
antes había escrito: «...el "otro sexo"
del que aún no sé nada, a pesar de estar casado».
Sin
embargo lo más sorprendente puede que sea su posible deseo
incestuoso y pederasta hacia su hijo mayor Klaus cuando este tiene
catorce años, la misma edad de aquel joven polaco Tadzio de La
muerte en Venecia del que se había enamorado
diez años antes: «...le hice notar mi afecto
acariciándolo... (...) Klaus, por quien últimamente me siento
atraído...», y «Me
parece muy normal enamorarme de mi hijo. (...) estaba tumbado en la
cama, leyendo, con el torso moreno descubierto, cosa que me
perturbó...». «Katia conocía los deseos
ocultos del marido.... Pero no podía mencionarlos a Klaus y
contribuía de este modo a su confusión»(1).
*
* *
Hablemos
algo ahora sobre sus diarios y después sobre su obra. Por supuesto lo
escaso que leí en su día de él.
Respecto
a los primeros, es necesario destacar lo increíblemente minuciosos e
insustanciales que son hasta el punto que uno llega a preguntarse:
¿pero cómo este hombre escribía tales nimiedades? En los tiempos
de su lectura dejé escritas las siguientes notas:
No
parecen los diarios de un escritor, y tampoco creo que en ellos
mintiese. Monótonos; poca mente de literato en funcionamiento en
esos diarios. Encuentro en Mann mucho de hipocondríaco o realmente
de un hombre con muchos problemas psíquicos y de salud; también
algo de usura cuando llega a anotar pequeños e insignificantes
costes, algunas veces quejándose. En la parte positiva su gran
capacidad de trabajo; es de admirar su esfuerzo epistolar, aunque
casi siempre dicta, ¿a quién, a que persona le dicta...? De igual
manera sorprende su constante trasiego debido a los tormentosos
tiempos políticos que le toca vivir. ¡Y qué decir de su activa
vida social! Pero además de continuar trabajando en sus obras
literarias dedica tiempo a la lectura, elabora y pronuncia discursos,
prepara artículos para la prensa y completa cada noche su minucioso
diario consignando las visitas recibidas, el dolor o malestar que
sufre, el medicamento que toma, lo que cena, el vino que bebe, si
tomó su tableta de Phanodorm para dormir (a veces sólo media), y
cómo ha pasado la noche. Todo ello arrastrando su problema de
homosexualidad que su mujer conoce y soporta, y sobre la cual él en
los diarios se manifiesta a menudo. Al menos también deja constancia
de que relee a Tolstói, a Bernanos, a Dostoievski, y sobre todo a
Goethe.
A
finales de los años treinta una vida apasionante, la mayor parte de
ella en Norteamérica. Viajes, actividad literaria y social
inusitada, amigos, ensalzamiento por su oposición al nazismo, exilio
deliberado, triunfo literario, conferencias, ruedas de prensa,
admiración y respeto, y... confiesa sus enormes depresiones,
angustias y náuseas; llora a solas frecuentemente.
*
* *
Thomas
Mann está escribiendo en uno de esos años, el 38 y precisamente en
Norteamérica, una de sus obras: Carlota en
Weimar. Y sobre ese esfuerzo va dejando
comentarios en su diario. Ello me animó a su lectura porque esta
Carlota es, precisamente, aquella casada de la que Wherter se prendó,
y a la cual Mann hace coincidir con Goethe a sus sesenta y siete
años.
En
sus diarios dice que su capítulo VII le da mucho trabajo —confieso
que es delicioso leer una obra y simultáneamente los diarios del
autor que hacen referencia a su escritura. Sin embargo no habla de
revisiones. ¿Es que no refinaba para conseguir su marmórea pulida
prosa? A lo largo de su lectura, en la que fui explorando su
argumento, analizando su construcción y deteniéndome en algunos
diálogos, resultó que Goethe tan sólo aparece en el último
momento. A mí me dio la impresión de que Mann buscaba dejar esa
emoción para el final; todo lo demás es como un relleno, un
suspense y un tener al lector pendiente de ese encuentro, que es lo
que el lector desea desde el principio. Hay un capítulo,
precisamente el VII, en el cual el autor utiliza el recurso de echar
a rodar libremente los pensamientos desordenados de Goethe en ciertos
instantes o momentos de soledad: frases inconexas, evocaciones,
palabras claves o enigmáticas, máximas, dichos... Quizás uno de
los flujos de conciencia más espectaculares y bellos que he leído
en mi vida.
Como
consecuencia de una afección pulmonar sufrida por su mujer en 1912,
Mann acude a visitarla a Davos al sanatorio en el que convalece,
aunque tan sólo durante dos semanas. Ese escaso tiempo, sin
embargo, le dio para mucho: allí concibió La
montaña mágica
que comenzará a
escribir meses más tarde.
Mann
le dedicó a esta obra —«soñadoras
combinaciones de una sinfonía de pensamientos»
como él la definió—
doce años «tenaces
de trabajo y meditación» según dice el traductor; y añade que el
libro es «copiosísimo en ideas y lecturas» y que «el genio
alemán, después de Goethe, no ha llegado a producir nada semejante
en profundidad y magnitud». Páginas y páginas, más de mil y sin
duda de prosa perfecta, describiendo personajes y relatando
situaciones y sucesos intrascendentes, e incluso fisiología del
cuerpo humano extraída indudablemente de una enciclopedia o libro de
medicina. Hoy no se hubiera publicado esta novela así, tal cual es.
Hay un tiempo para cada cosa. Los lectores del comienzo del siglo XXI
no son los de principios del XX.
No obstante, la prosa de Mann en esta novela me resultó
más que virtuosa. Es perfecta, fría y pulida como debe serlo al
tocarla la piedra que Miguel Ángel nos dejó tallada; no emociona
pero inspira reverencia; enorme capacidad de observación la que
descubrí en Mann. Independientemente de expresar ideas elevadas,
ontológicas, ideológicas y morales con elegancia orteguiana, noté
que era capaz de volcar sus más elementales pensamientos,
imaginaciones y evocaciones con un gran detalle y profundidad; esas
cavilaciones y rememoraciones estúpidas y simplonas que a todos nos
invaden en cualquier momento y a las que generalmente no les
dedicamos el mínimo interés; las que consideramos baldías y
hueras.
A
este respecto quiero terminar con algo que manifestó Mann: «El
escribir es, desde un principio al final, sólo reproducir la vida a
mi alrededor a través de un interior, el cual lo absorbe todo, lo
combina, lo crea de nuevo, lo amasa y lo reproduce en formas y
materia propia». ¿Era posiblemente Mann una
máquina de escribir con cerebro y sin corazón, algo así como un
ordenador de hoy que absorbe, combina, amasa,
crea y reproduce nueva información?
Sintomático es que suyo sea también el siguiente pensamiento:
«...yo amo el orden en cuanto a naturaleza y
en cuanto a espontaneidad profundamente disciplinada».
Pero
todavía no he terminado con «los Mann».
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(1) Krül, Marianne: La
familia Mann
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