martes, 27 de diciembre de 2011

Día Cuarenta: De los arrebatos, los tormentos y las pasiones de Tolstói

A Borges —al cual despedimos el último día— parece ser que «la literatura rusa no tenía nada que decirle»; ello según alguien que lo conoció íntimamente. Y uno se queda pasmado de oír tal cosa y..., no se la acaba de creer —al menos cuesta.
   Pero claro, también nos cuesta creer que a Tolstói la obra de Shakespeare le pudiera resultar «tremendamente trivial y digna de desprecio» o, más aún, que osara decir que «escribía mal, o mediocremente»; pero esta vez es auténtico porque se atrevió a dejarlo escrito en un ensayo.
   
    Sirva todo lo anterior como preámbulo y justificación para abordar hoy a este genio de la literatura rusa del siglo grande: el diecinueve. Aquella literatura rusa que como un tsunami gigantesco irrumpió inesperadamente en Europa con dos titanes cabalgando en lo más alto de su cresta: Dostoievski y Tolstói. 
De los dos, el que hoy nos ocupa no sólo terminó legando a la humanidad una extensa e inigualable obra literaria, sino que posiblemente —salvando las distancias— las vicisitudes de su existencia llegaron a ser tan cambiantes, sugestivas e interesantes como aquella. Personalmente debo confesar que de todo lo leído acerca de este hombre desde que tuve uso de razón, me ha resultado ser un personaje tan fascinante y tan lleno de incógnitas que se podría decir que está pidiéndonos ansiosamente que entremos en su vida para saber más de él. Dejó escrito Ortega y Gasset: «Conforme el hombre va viviendo múdanse sus pensamientos, quiébranse sus proyectos, entran otros en su lugar, llegan y pasan bramando las pasiones, trastócanse mil veces las ambiciones, mueren los amigos y los hermanos, sobreviven otros amigos y otros hermanos, todo se estremece y oscila, se trasmuta y huye, se renueva y cambia», y todo eso ocurre en la existencia de Tolstói pero vertiginosamente, copiosamente, de una manera brusca, intensa y agitada. Porque —y ya entramos en materia— Tolstói fue mudando constantemente sus pensamientos de forma súbita, quebró numerosas veces sus proyectos con arrebato, vivió sus pasiones con una fuerza destructora, se echó en brazos de sus ambiciones con una entrega brutal, sus creencias se estremecieron y oscilaron de manera acuciante y, en fin: una sucesión de crisis y euforias, torturas y arrebatos psíquicos, vehemencias, bondades y cóleras convivieron en su alambicado temperamento tal como hoy nos lo cuentan sus diarios redactados durante más de sesenta y cuatro años, desde los dieciocho hasta los ochenta y dos.
Tan sólo digamos que León Tolstói (conde, pues nació noble) heredó muy joven una hacienda y, de ella, además de la escritura, vivió toda su vida como un terrateniente; no tuvo que escribir para poder comer como Dostoievski. Pero también combatió como oficial de forma voluntaria en las fuerzas del zar en dos guerras, quiso fundar una religión, se dedicó a la pedagogía, estableció una escuela para los hijos de los trabajadores, organizó la lucha contra la hambruna campesina a espaldas de las autoridades, estudió y trató de mejorar los métodos de producción agrícola y hasta llegó a aconsejar a Gandhi en cuanto a la resistencia pacífica... En el otro lado de la balanza fue crápula, jugador y mujeriego; místico que discrepó del cristianismo y por ello excomulgado, estuvo a punto de batirse con su amigo de toda la vida Turguéniev, quiso entregar todas sus propiedades a los campesinos y renunciar a sus derechos de autor a favor del pueblo; y ya anciano, a sus ochenta y dos años, pero lúcido, abandonó de madrugada su casa debido a una larga e insoportable violencia doméstica (así la llamaríamos hoy) que lo llevó a morir algunos días después en la humilde barraca del jefe de estación de ferrocarril de un oscuro villorrio; ello al tiempo que su ordalía era transmitida —se diría que momento a momento durante los diez días que duró— por toda la prensa internacional a todos los lugares del globo. Posiblemente en aquellas fechas, noviembre de 1910, León Tolstói no sólo era el escritor vivo más conocido y admirado en el mundo de la cultura, sino que había llegado a ser a nivel internacional uno de los personajes más influyentes del planeta.    


   Años después, cuando con motivo del aniversario de su nacimiento la entonces Unión Soviética logró reunir y publicar todos sus «papeles»: cartas, diarios, cuadernos de notas, novelas, ensayos, escritos religiosos de exhortación, sociales y educativos resultó que contaban hasta noventa volúmenes. 
   Tolstoi comenzó a escribir muy joven. No cabe por tanto duda de que sus diarios —se diría que el pulso de su vida desde los diecinueve hasta los ochenta y dos años— han sido y seguirán siendo una fuente de incalculable valor para aproximarse a conocer su compleja personalidad. Pocos escritores que hayan dedicado páginas a Tolstói han dejado de seguir esos diarios y a su vez de sacar conclusiones a menudo contradictorias.


   A mí me gustaría dividirlos en tres partes que son las que componen las tres distintas y radicales épocas de su vida. La primera comienza cuando abandona la universidad y se retira a su heredad a seguir estudiando por su cuenta; se enrola en el ejército; después de abandonarlo comienza a publicar y viaja por Europa; vuelve a su finca a leer, escribir y administrarla aunque pasando los inviernos en Moscú; se entrega a la pedagogía y se casa con Sofía (Sonia cariñosamente) y con ella decide vivir en su propiedad, Yásnaia Poliana, a unos doscientos kilómetros de Moscú. Tiene entonces treinta y cuatro años y ella dieciocho.
   Leyendo los diarios mantenidos hasta ese momento, además de saber acerca de sus liviandades, de sus muchos estudios y lecturas y de sus esfuerzos por perfeccionarse en la escritura se diría que nos encontramos ante un autoanálisis continuo: se arrepiente, se perdona, se censura...; se juzga, promete, se desdice...; autocríticas, exámenes de conciencia, propósitos de enmienda...; también muchos pensamientos sublimes y elevados; nobles sentimientos hacia el prójimo y oración y encomendación al Altísimo. Aunque reconoce que su objetivo es el de alcanzar la gloria literaria, tiene dudas sobre su futuro e insiste en las que considera y denomina sus tres principales pasiones: la vanidad y su adicción al sexo y al juego. Alguna de las tres no la llegará  nunca a superar.
   Pero entrar en esos sinceros y a la vez fascinantes diarios es un tema más dilatado que exige ser abordarlo con calma y sosiego el próximo día.

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lunes, 12 de diciembre de 2011

Día Treinta y nueve: Borges y alguna cosa más

Quisiera comenzar matizando que aquello que habíamos enunciado el día anterior acerca de la producción total de Borges, no era exactamente cierto si no le añadimos que nos estábamos refiriendo a su obra realizada en solitario; porque Borges escribió también en colaboración.
    He de confesar que siempre he huido de algo escrito en comandita, quiero decir por más de una persona; y en el caso de Borges me ha pasado lo mismo: de sus obras en colaboración no he leído nunca nada. Porque, dígaseme: cuando se está leyendo un capítulo, un párrafo, una línea ¿a quién se lee? La colaboración puede ir desde la idea general de la obra, imputable a uno de los colaborantes, a la redacción total del texto realizada por la otra parte. Siempre he pensado que la escritura debe ser algo tan personal y tan profundo, algo tan «sagrado» que no se debe compartir. ¿Dónde puede residir el estilo en este caso? No se puede comparar una obra literaria con un guión cinematográfico.


    Borges, todo hay que decirlo, había encontrado en Bioy Casares más que a un gran amigo a un alma gemela; y esa pudo ser la razón de escribir en comandita con él. Al parecer se lo pasaban estupendamente escribiendo juntos.
Y ya que hablamos de amigos no dejemos sin citar a Cansinos-Asséns. Si en la relación con el argentino Bioy Casares, el mayor y el maestro era Borges, en la que mantuvo con el sevillano Cansinos-Asséns, Borges era además del menor el discípulo, tal como siempre él mismo se consideró hasta el final de su vida: «Junto a él polemicé, publiqué traducciones de los nuevos poetas alemanes, metaforicé con fervor».


Esta admiración, respeto y amistad con Cansinos-Asséns me lleva a comentar ahora lo siguiente, y que demuestra que el cariño debía ser recíproco. Hace algunos años, en cierta ocasión en la que me sumergí como habitualmente solía hacerlo en las profundidades de una hemeroteca en busca de tesoros hundidos, topé no sólo con excelentes peces de colores sino con todo un galeón intacto. Cansinos-Asséns realizaba la crítica del libro de poemas Luna de enfrente de Borges en el periódico madrileño La libertad. Se trataba concretamente del ejemplar publicado el domingo 6 de diciembre de 1925 y aparecía justamente en la quinta página de las ocho que el periódico tenía —tomé nota. Ahora he vuelto a leer aquella dilatada y laudatoria crítica desde este ordenador —ya todo está digitalizado— y he sentido una gran emoción.


Borges por su parte publicó en El otro, el mismo (1964) un poema de tres cuartetos y un pareado titulado "Rafael Cansinos Assens" (sic) en el que hacía referencia a su origen judaico, algo que Cansinos tenía a mucho orgullo.


Y, ahora, uno no puede sustraerse de hacer comparaciones. Rafael Cansinos-Asséns que durante toda su existencia vivió exclusivamente de la literatura y el periodismo y escribió lo indecible —uno de los maestros de Borges— nunca pudo quizás llegar a imaginar la gloria universal que su discípulo llegaría a alcanzar. Pero a ello merece la pena que le sea dedicada esta última parte.


* * *
    A Borges, que con sus más de dos mil versos escritos en sus tres primeros libros de poemas fue un verdadero vate mucho antes que un escritor de ensayos, cuentos y cortos relatos, le llegó la verdadera fama y la total ceguera casi a la vez. Parece ser que esta le llegó algo antes que aquella tras ocho operaciones quirúrgicas a las que se había sometido en su vida antes de quedar ciego definitivamente. Aquella, la fama mundial, le llegó desde Europa poco después de cumplir los sesenta años al otorgársele su primer premio de carácter internacional. Había pasado mucho tiempo para aquel «desdichado» desde el año 1936 en el que publicó su Historia de la eternidad al final del cual tan sólo había conseguido vender treinta y siete ejemplares.
Sin embargo «no permití que la ceguera me acobardara». Y en verdad que fue valiente y se encaró a ella hasta el punto de que en ese estado de minusvalía, como decimos hoy, llegó a desempeñar los más diversos y variopintos papeles que el azar le iba ofreciendo. Aquel «hombre tímido, orgulloso, sensible, capaz de bruscas cóleras, irónico, cruel en ocasiones y desdeñoso en otras, pero a quien la vida y la realidad perturbaron demasiado a menudo llevándolo a la desdicha» (1) comenzó a saborear intensamente el éxito y no dejó de hacerlo hasta el mismísimo momento de su muerte. Primero de todo Borges pasó dieciocho años rodeado de libros como director de la Biblioteca Nacional de su país, cargo para el que había sido nombrado en 1955. Tanteando con su bastón las paredes de la misma conseguía desplazarse por ella; allí se encontraba en el edén: «Siempre me había imaginado el Paraíso bajo la especie de una biblioteca».


Pero he aquí que, además, el prestigio que se había labrado y el súbito interés despertado por su obra tuvo como resultado el que aquel antañón invidente fuese con mucha frecuencia convocado a exponer verbalmente ante variopintos e internacionales auditorios sus conocimientos, ideas y percepciones. Ahora Borges no mendigaba superar su tartamudez ante modestos círculos literarios en su amado Buenos Aires; ahora era requerido y disputado por las más variadas instituciones del planeta.
La fama y los viajes le habían llegado de repente junto con su ceguera total precisamente en la senectud, esa fase en la que a la mayoría de los humanos tan sólo les acompaña el desprecio, la indiferencia y el olvido de los demás. Solamente la Academia sueca se podría decir que no quiso reconocer sus méritos; nunca le otorgó el Nobel para el que había sido varias veces candidato —aunque ello al parecer por motivos políticos.


   ¡Desconcertante y singular Borges! A los sesenta y ocho años, aquel enamoradizo de mil una mujeres a las que ha ido dedicando sus cuentos, poemas y ensayos ¡decide casarse!, y nada menos que con un antiguo amor a punto de cumplir los sesenta que está divorciada y vive con un hijo. Aquel matrimonio duró muy poco y «madre» tuvo algo que ver en esa brevedad. Hasta que ella fallece —sus ojos y sus manos— procura auxiliarlo; incluso lo acompaña si puede en algún viaje. Al faltarle definitivamente, será una antigua alumna, María Kodama, una hija de japonés y de europea con la que se lleva treinta y seis años, la que lo acompañará por todo el orbe ejerciendo de lazarillo y de secretaria hasta el mismo día de su muerte. Se terminará casando con ella —¡sorprendente e inesperado Borges!— no mucho tiempo  antes de  su viaje  definitivo el cual, desgraciadamente, lo inició lejos de su patria. Él contaba ochenta y seis años y ella cuarenta y nueve.
Si la última parte de su vida se encontró rodeado por el esplendor, por los viajes y por los premios y los halagos que la fama le otorgaba —«pocas veces tuve lo que quise, aquello que deseé»—, ello debió significarle de alguna forma un desquite. Sin embargo, con las mujeres nunca fue afortunado, todas ellas le significaron desencuentros; fue incapaz de encontrar un amor íntegro y durable en toda su existencia. Quizás acariciando a su gato para el que hasta llegó a escribirle un poema... «...lo he visto en los desolados años de su última vejez: solo en la oscuridad del living, abandonado a una tristeza infinita, más patética porque era silenciosa, acompañándose a sí mismo con versos dichos a media voz...» (1).


En un poema de quince versos al que dio el título "THINGS THAT MIGHT HAVE BEEN" decía en el primero de ellos:


      «Pienso en las cosas que pudieron ser y no fueron...
                                   y tras enumerar algunas, el último rezaba:
    ...El hijo que no tuve»
       
        ———————


 
(1) Vázquez, María Esther: Borges. Esplendor y derrota




lunes, 5 de diciembre de 2011

Día Treinta y ocho: Borges


Terminábamos el último día diciendo que todo lo que Borges escribió hasta sus ochenta y siete años no llegó a ocupar cincuenta y tantos volúmenes una vez encuadernado —como le sucedió a la obra de aquel escritor con el que comenzábamos. Necesitó tan sólo dos; y en esos dos únicos ejemplares hay muchísimas páginas que contienen poemas —por tanto semivacías— y hasta en algunas de ellas únicamente un soneto. Sin embargo, su obra ha sido traducida a veinticinco idiomas y él recibió en la segunda parte de su vida, además de un total reconocimiento, numerosísimos premios y homenajes.
Pero nos falta aún decir, y viene bien decirlo ahora, que Borges no escribió ni una sola novela y ni siquiera un relato largo. ¿No se atrevió?, ¿se atrevió y no lo logró?, ¿no se propuso hacerlo? Dice en el Prólogo a El jardín de senderos que se bifurcan: «Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. (...) Más razonable, más inepto, más haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios».
     Estamos, qué duda cabe, ante un escritor singular y distinto, muy peculiar tanto en su vida como en su obra; un escritor muy al margen de todos los patrones del escritor triunfante que uno se pueda imaginar. A Borges, del cual había leído citas y reseñas durante años, siempre lo había visto muy lejano; no sé si ello era debido al hecho de que ni era europeo ni norteamericano, porque Borges era argentino; pero lo que yo desconocía era que, a la vez, Jorge Luis Borges era universal.
Borges es pura erudición en movimiento lo mismo que lo es un ciclón desbocado que uno no sabe hacia donde se dirige y donde terminará. Con Borges se emociona uno leyendo un poema íntimo, se acaba conociendo el zen y la literatura policíaca metafísica y al tiempo se puede uno llegar a europeizar como jamás lo hubiera uno imaginado. Borges le acaba explicando a uno fascinantes paradojas filosóficas de los atenienses y, al instante, sin traumatismos, nos transmite la emoción intensa de uno de sus relatos frescos, humanos y sinceros.
Y siempre en Borges los números, las series, las letras, los enigmas, las cábalas, las sucesiones y el infinito, todos los cuales se multiplican y forman un tupido entramado laberíntico de escaleras, puertas, senderos, espejos, anaqueles, dioses, constelaciones y vivencias las cuales existen y viven mágicamente más allá de nuestros sentidos alucinados.
     Sin embargo no es fácil que todo el mundo disfrute con tan variada literatura borgiana; hay quien termina abandonando. «¡No puedo con algunas cosas de Borges!» suelen decir algunos. Y es que, quizás, para entender a Borges, además de ser uno capaz de  poderse infinitesimar y a la vez conjeturar la inexistencia, hay que entender qué persona era Borges.

Aquello que tantas veces hemos oído «decir» a los inmortales de la literatura acerca de que el escritor siempre escribe sobre sí mismo, que su biografía está en su obra, etcétera, también lo enunció él: «toda literatura es autobiográfica». Pero la suya, que también lo es, está escrita nigrománticamente en signos secretos, arcanos y enigmáticos al igual que una piedra Rosetta la cual debemos desentrañar. La escritora Estela Canto que tuvo con él un larga e íntima relación dice que «sus obras eran trozos vivos de su alma, señales que él nos hacía para que lo comprendiéramos. Su pudor las adornaba y las dificultaba: presentaba una máscara, esperando que alguien se diera cuenta de que, detrás, había una cara verdadera, humana y sufriente».
Yo he llegado a la conclusión de que su vida es una línea zigzagueante que podríamos comparar con la de un electrocardiograma; y que en ella, en sus inflexiones, en sus continuas modulaciones se refleja enteramente su obra: sus puntos altos, sus descensos súbitos, sus lentos declives y sus altibajos nos retratan sus temporales seducciones, sus constantes congojas y sus mudables obnubilaciones que han ido quedando lentamente esculpidas mediante su menuda letra en el papel. 
      Y ya que hablamos de electrocardiogramas hablemos también de radiografías. La de Borges permanece clavada en una confluencia de cuatro o cinco contingencias que le asediaron toda su vida: una congénita, presagiada y progresiva ceguera; una gran timidez junto con un desolador temor y desamparo; tenaces insomnios y desgarradoras pesadillas; y un posible «conflicto de identificación y de rivalidad con el padre» (1). Además, ininterrumpidos y pudorosos enamoramientos compulsivos en los que siempre  le repele la carnalidad y en los que idealiza a la mujer y la funde con heroínas literarias; y, finalmente, la relación con «madre», como él la llamaba. «El vínculo que ligaba a madre e hijo era sobrenaturalmente fuerte (...) esa era la mujer con la que había vivido su vida» (2). ¡Un vínculo que le duró cerca de cuatro décadas tras la muerte del padre!; cuando doña Leonor falleció él ya tenía setenta y seis años.
Probablemente fueron todas estas las razones que a veces le llevaron a desear y a intentar el suicidio. Una pista: cuando «madre» ha muerto, tan sólo días después, escribe el poema titulado "El arrepentimiento":

«He cometido el peor de los pecados
que un hombre pueda cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan despiadados.
                                           .......................
                                               .......................                
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
la sombra de haber sido un desdichado»

Es curioso; acerca de su presumible falta de valor ante la vida hizo varias alusiones: «Se heredan muchas cosas (la ceguera, por ejemplo) pero no se hereda el valor»; «una falta de valor que lo había perseguido a través de la vida; temor a verse sujeto al juicio de otros: antepasados, madre, padre, mujeres que amó» (2). Y, sin embargo, yo me atrevo a decir que sí tuvo un especial valor puesto que como cita Williamson «durante la mayor parte de su vida trabajó en la oscuridad».

    Me explicaré: ¿Cómo es entendible que aquel Borges que se ha educado en el corazón de Europa y ha viajado después dos veces a ella, alguien dotado de una prodigiosa memoria que conoce el inglés desde su infancia gracias a su abuela paterna que era británica, y que ha traducido a Wilde antes de cumplir los diez años, que ha sido destinado por su padre cuando adolescente para ser escritor y que sintoniza con el mundo literario nórdico y anglosajón, decida permanecer «justo en el centro de ninguna parte» primero con un empleo en un vespertino «amarillo», después sobreviviendo como un humilde «segundo asistente» de una biblioteca municipal y al tiempo dando clases particulares y ofreciendo sus charlas en modestos círculos literarios a pesar de su tartamudez —por supuesto que siempre escribiendo y perdiendo su vista— y viviendo con su madre en un minúsculo piso hasta que a los sesenta y tantos años le llega el éxito pleno? ¿Cobardía de no abandonar todo aquello?, ¿miedo a romper amarras y lanzarse al mundo como por ejemplo lo hicieron Joyce, Miller o Conrad?
    ¿O quizás fue valentía?, ¿la de de enfrentarse a la miseria que la vida le ofrecía para hacer de ella «cosas eternas o que aspiren a serlo»? Hoy podríamos decir que sin el deplorable empleo desempeñado en aquella biblioteca —«la biblioteca de Babel»; sin sus frecuentes visitas al zoológico a observar a aquel tigre de Bengala rayado de amarillo dando vueltas en su jaula —«el oro de los tigres»; sin sus interminables y laberínticas caminatas resistiéndose a regresar a su casa —«fervor de Buenos Aires»; sin sus incontables sesiones de cine de barrio con tanta casta heroína y galán pudoroso..., no hubiéramos entrado en ese universo secreto que él nos trató de descubrir.

¡Desconcertante Borges! ¡Intemporal Borges! En La Biblioteca de Babel dice que «La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma». No conozco fielmente el significado de esta última palabra, no está en el diccionario; supongo que «afantasmar» será sinónima de «aterrar».
     En cualquier caso Borges se equivocaba. Precisamente se podría asegurar que todavía no estaba todo escrito. En el puzzle de la literatura universal de todos los tiempos faltaba por colocar la última pieza clave: su personal y original obra.

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(1) Vázquez, María Esther: Borges. Esplendor y derrota
(2) Williamson, Edwin: Borges. Una vida