"Las tres cuartas partes de un trabajo bien hecho consiste en rechazar", Valéry. Las Memorias de Adriano, la obra vértice de Marguerite Yourcenar, fue el trabajo de veintisiete años, aunque bien es verdad que no continuados. Tomada y abandonada, retomada y vuelta a abandonar y a retomar desde sus veinte hasta sus cuarenta y siete años -sin carecer en ese tiempo de otros impulsos creativos- se publicó en 1951. Fue esta obra, sobre todo, la que le supuso llegar a ser la primera mujer admitida treinta años más tarde en la Academia Francesa, concretamente el jueves 22 de enero de 1981 y en presencia del Presidente de la República.
¿Se debe iniciar la lectura de un libro sin saber todo lo posible sobre el autor y sobre la propia obra? No; pienso que es totalmente desacertado. Quién la escribió; de qué asunto se ocupa; cuándo fue escrita; qué le indujo a su autor a escribirla; en qué situación la escribió; qué dijo la crítica... Cuantas más preguntas de este tipo puedan ser respondidas, más disfrutaremos de ella, más enriquecedora nos será. De ahí quizás mi rechazo a leer las obras más recientemente publicadas.
En este caso estamos ante un trabajo literario en el que, al menos, antes de comenzar su lectura es necesario iniciarse en el asunto; mejor dicho: saber del protagonista y su circunstancia. La lectura de esta obra (que no me emocionó lo más mínimo) me hizo saber que su autora poseía..., no sé; quizás y por este orden: tenacidad, inteligencia y memoria.
El libro es monótono, golpeador, a veces mecánico, frío y bruñido como el mármol bien trabajado; pero encierra una pasión, un desvarío, un esfuerzo extenuante por hacer hablar a la historia y al ambiguo personaje que ardorosamente ella ha descubierto; quizás, como en su día se llegó a decir, su otro yo: "...el emperador de la novela dice más sobre la faceta oculta del mundo interior de Marguerite Yourcenar que sobre el universo mental y físico de su criatura" escribió un crítico de la época. No es el libro, por otra parte -en mi insignificante conocimiento literario-, una gran obra maestra; yo la llamaría obra titánica, preciosista y perfectamente acabada. Y, finalmente -insisto-, es imposible disfrutarla si no se ha documentado uno previamente sobre el protagonista y su tiempo.
Si difícil fue siempre escribir unas memorias (acertar a contar eso tan íntimo que a uno le queda dentro al final de su vida) qué no será siendo mujer -a pesar de su "talento viril"- las de un hombre, un emperador romano del siglo II d. de C., entre el 117 y el 138.
Edward Gibbon, en su afamada obra del siglo dieciocho Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, que todavía se sigue editando, dice de Adriano que era de temperamento cambiante, "capaz tanto de bastardías como de sentimientos generosos"; que su vida "se redujo a un viaje perpetuo, (...) satisfacía su curiosidad al tiempo de cumplir con sus obligaciones"; lo describe como de temperamento "variable y dubitativo" y asegura que sus impulsos dominantes eran la "curiosidad y la vanagloria".
Pero M. Yourcenar se basó para saber de Adriano y del Imperio de su tiempo no en Gibbon sino, además de en otros muchos documentos, en "las dos fuentes principales de la vida de Adriano": Dion Casio y la Historia Augusta -lo dejó escrito ella; precisamente dos de las fuentes más mencionadas por Edward Gibbon.
Quizás en ello radica el que al haber vuelto ahora a releer algunas páginas de la historia escrita por Gibbon, he redescubierto aquella "su prosa medida y cuidada que sugiere que cada palabra ha sido pesada y vuelta a pesar", lo mismo que en la obra de Yourcenar.
A mí me ha emocionado, sin embargo, mucho más que las "memorias" de este emperador tan viajero enamorado de un jovenzuelo egipcio, seducido por la cultura griega y el mundo oriental, algo estoico y también un poco epicúreo, y que tuvo el acierto de nombrar acertados sucesores, a mí como digo me emocionó sumergirme de lleno en los Cuadernos de notas a las "Memorias de Adriano" de la misma Yourcenar. Y verdaderamente recomiendo su lectura.
No obstante, no me puedo resistir a dejar de traer aquí unas minúsculas referencias tomadas de esos cuadernos. Echémosles un vistazo:
"Este libro fue concebido y después escrito, en su totalidad o en parte, bajo diversas formas, en el lapso que va de 1924 a 1929 (...) Todos esos manuscritos fueron destruidos y merecieron serlo"
"Este libro fue concebido y después escrito, en su totalidad o en parte, bajo diversas formas, en el lapso que va de 1924 a 1929 (...) Todos esos manuscritos fueron destruidos y merecieron serlo"
"...proyecto retomado y abandonado muchas veces entre 1934 y 1937"
"Hay libros a los que no hay que atreverse hasta no haber cumplido los cuarenta años"
"Dejo de trabajar en este libro (salvo durante algunos días, en París) entre 1937 y 1939"
"Proyecto abandonado desde 1939 hasta 1948"
"Hundimiento en la desesperación de un escritor que no escribe"
"En la primavera de 1947, ordenando papeles, quemé los apuntes tomados en Yale"
"Muy tarde en la noche, trabajé en él entre Nueva York y Chicago encerrada en mi camarote... (...) durante todo el día siguiente, continué en el restaurante de una estación de Chicago... (...) sola en el coche del expreso de Santa Fe, rodeada por las oscuras cimas de las montañas del Colorado..., escribí sin interrupción los pasajes sobre la infancia, el amor, el sueño y el conocimiento del hombre. No recuerdo día más ardiente ni noches más lúcidas"
"...esa magia simpática que consiste en transportarse mentalmente al interior de otro"
"Las reglas del juego: aprenderlo todo, leerlo todo, informarse de todo... (...) Rastrear a través de millares de fichas (...) Tratar de leer un texto del siglo II con los ojos, el alma y los sentimientos del siglo II..."
"Hice revisar por médicos varias veces los breves pasajes de las crónicas que se refieren a la enfermedad de Adriano"
"No hay tarea tan apasionante como la de confrontar los textos"
"Pero quemaba cada mañana el trabajo de cada noche"
"Grosería de los que dicen: Adriano es usted"
"Esforzarse es lo mejor. Volver a escribir. Retocar, siquiera inperceptiblemente, alguna corrección"
Marguerite no dejó de viajar, de escribir y de reescribir. Y, antes del final, la muerte de su compañera: "qué aburrido hubiera sido ser feliz". Allí, "al borde del Atlántico, en el silencio casi polar de la isla de los Montes Desiertos, en los Estados Unidos", en aquella entonces salvaje isla -¡ojo!- , isla unida por un puente al continente; puente al que yo le veo un especial simbolismo, algo así como un cordón umbilical que la mantiene conectada con el resto del mundo; el puente de sus constantes viajes.
¿Qué? La eternidad es el título que dará a la tercera parte de su autobiografía. Y a partir de entonces una espiral sin freno en la recta final de su vida por la vida. Rayando en lo grotesco, se podría pensar; pero no: apurando el cáliz, gozando. Es ya una anciana que va a llegar a octogenaria lúcida, viajando sin cesar, escribiendo, dando conferencias; "...al igual que Montaigne también sabía que el gran problema es vivir, no morir". Marguerite Yourcenar, "singular personaje de novela", "entró en la muerte" a los ochenta y cuatro años sin reposar, sin tenderse un rato al borde del camino. Fue allí, digo, donde esta belga-francesa-norteamericana se encontró con la eternidad: otro proyecto de un largo y lejano viaje; fue en Bar Harbor, en USA. Para ella "este gran país a la vez tan extenso y tan secreto".
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