martes, 19 de marzo de 2013

Día Noventa y seis: Yeats, el último druida


Pienso que a estas alturas no debe resultarnos extraño hablar de la «misión del escritor», ese término que desde el principio y tan a menudo hemos venido mencionando y que podríamos resumir en aquello tan simple como el mandato arrebatado, imperioso y apasionado de transmitir nuestra íntima verdad. Y comienzo haciendo referencia a ello porque en William Butler Yeats ese mandato fue precisamente tan definido como lo pudo ser en los más escogidos, aquellos que hicieron de su vida el estricto cumplimiento de esa misión: «Todas las actividades de la larga vida de Yeats estuvieron cobijadas por la poesía»(1).
   Sligo, capital del condado del mismo nombre en Irlanda, está situada a unos doscientos kilómetros al noroeste de Dublín. Allí, más o menos a un cuarto de siglo para que comience el veinte, un muchacho de siete, ocho o diez años pasa algunos de ellos con sus abuelos; y a través de los cuentos, los relatos fantásticos y las leyendas que escucha en aquel lugar entra en contacto con los mitos, las tradiciones y las supersticiones de su país, en una palabra se encuentra absorto e inmerso en el recóndito y perdido mundo de los celtas. Dice José A. Marina que «el escritor vuelve a la infancia —aunque haya sido infeliz— como vuelve el emigrante a un país del que le hubiera gustado no salir nunca. Vuelve a recuperar lo perdido, la magia que lo habitó. Y muchas veces esa vuelta se hace poema o libro, como si allí hubiera recuperado la fuerza y la agilidad con que trepaba a los árboles, o corría con los perros, como si hubiera recuperado el fulgor y el asombro, la mirada de entonces. Porque la literatura no es sino otro modo de mirar lo que llamamos realidad, otro modo de mirar el mundo y la vida»(2). ¡Qué bien nos encaja ello en la trayectoria de William Butler Yeats! 

   Aquel muchacho, desde entonces y durante toda su vida, ya no quiso mirar de otra manera lo que se le ofrecía como realidad. Marchará siempre tras «lo perdido, la magia que lo habitó», y hará de su vida, con su irrealidad y descreimiento, un poema y una obra escénica en la que se declarará inclusive un visionario y un anticientífico.
Yeats cantará las epopeyas de aquellos los héroes de los que supo en su infancia y nos sumirá en los mitos ancestrales de un pasado arcano, será un explorador de misterios psíquicos y sobrenaturales en los que tratará de encontrar lo inexistente e inexplicable, y no dejará de buscar y rastrear en el universo de lo incorpóreo a aquellos semidioses que poblaron los umbríos bosques de su país. Yeats será, al igual que un brujo o sacerdote celta, el nuevo y último druida que por medio de su inimitable palabra logrará sumirnos en su desconcertante y quimérica fantasía.
Pero además —volvamos a las primeras líneas— se empeñó como tantos otros artífices en cumplir su misión con aquella fuerza de los hombres escogidos: «El único pecado que tiene importancia es el no realizar la obra más perfecta de que seamos capaces», porque —lo veremos— se trataba de un hombre de aquellos en los que «ser» significa llevar a cabo grandes empresas, realizar tareas de gran tonelaje. Tal como parafraseamos el último día era de los que necesitan un proyecto que se encuentre muchas veces por encima de sus fuerzas, que los haga sentirse solos, incomprendidos y al final derrotados, pero invariablemente orgullosos de haberse aventurado en el viaje emprendido.

   Digamos en primer lugar que Yeats es un irlandés nacido en las inmediaciones de Dublín cuando Irlanda es todavía parte de Inglaterra, al igual que sucedía en el caso de aquellos otros dos grandes dublineses de los que ya hemos hablado.
Yeats es un británico de origen sajón-protestante nacido en la segunda parte del diecinueve, exactamente en el verano del año sesenta y cinco. De su infancia ya hemos dicho lo más trascendental y de su adolescencia nos resta decir que tras estudiar en un Liceo y pasar dos años en la Metropolitan School of Art estudiando pintura, que era la profesión de su padre, abandona y se lanza a escribir.
En la Dublin University Review aparecerán publicados a sus veinte años los primeros versos, aunque, ya antes, en la misma Escuela de Arte se produce un hecho significativo en su vida. Conoce allí a una persona cuyo pensamiento complementará aquel su universo ya plagado de fantásticas y mágicas leyendas. Con él y otros más, imbuidos del ocultismo, la cábala y lo nigromántico formarán la "Dublin Hermetic Society" con el objeto de explorar los misterios psíquicos y sobrenaturales, el mundo esotérico. Este será el primer paso de esa faceta, aunque poco después se inscribirá en la "Theosophical Society" de la famosa Mme Blavatsky dedicada entre otras actividades al estudio de los libros proféticos y de la alquimia, a la que posteriormente abandonará para unirse a la "Hermetic Order of the Golden Dawn" con fines similares. Y todo ello al tiempo que lee a los gurús de lo sobrenatural como a Blake y Swedenborg. «Creo en la práctica y en la filosofía de lo que de común acuerdo llamamos magia, en lo que debo llamar la evocación de espíritus, aunque no sepa lo que son,...»; «Creo que toda la naturaleza está llena de gente invisible».
Su entera obra girará a un tiempo alrededor de aquellas leyendas y mitos de su país oídos en su infancia y de la nigromancia o búsqueda de un explicación arcana del acontecer en el universo.

Mas, para realizar su misión —y esto es significativo— las mayoría de las veces el creador necesita la ayuda de alguien, y ese alguien si se trata un sujeto masculino es siempre una mujer, o quizás varias como sucede en el caso de nuestro hombre; y a ellas hemos llegado.
Si llegó a conocer en persona al héroe de la independencia irlandesa O'Leary —el cual le estimuló a escribir sobre el mítico pasado de Irlanda— ello fue debido gracias a la que desde sus veinticuatro años comenzó a ser la musa de toda su existencia. Maud Gonne, bella, fascinante y destacada independentista no era al tiempo sólo una escritora, una actriz y una revolucionaria si no, como él, una seguidora de las creencias en lo oculto. Fue al tiempo de publicar su primera colección poética, Los vagabundos de Oisin, cuando Yeats caía también fulminado por los encantos de aquella para él algo parecido a una diosa celta.
Se inspirará en ella para escribir muchos de sus poemas, y aunque amada por él sin restricción alguna durante más de tres décadas, ella tan sólo le concedió después de tres rechazos de matrimonio una larga amistad. A pesar de que Yeats amó vanamente a una mujer imposible siempre trató de unirse en matrimonio con ella, e inclusive tras los rechazos pretendió hacerlo con su hija que también se negó. Yeats llegó a decir finalmente —¿a consolarse?— que con Maud Gonne había llegado a contraer un matrimonio «místico», lo cual tenía sentido si como él mismo decía «la vida mística es el centro de todo lo que hago, de todo lo que pienso y de todo lo que escribo».
A sus treinta años y quizá sublimadamente, encauzó aquel amor o parte del mismo hacia Olivia Shakespear, también escritora —«fue el centro de mi vida»— a la que de igual forma, aunque apenas durante dos años, amó intensamente. Por ella sí fue sin embargo correspondido y su amistad le duró toda su vida
No obstante, el apoyo definitivo y esta vez exento de pasión erótica o sensual le llegó acto seguido también de otra mujer. Lady Augusta Gregory, una viuda con vínculos aristocráticos y trece años mayor que él, dramaturga y recopiladora del folclore celta, gran organizadora e impulsora del renacimiento literario irlandés y de su antigua lengua el gaélico, se convertirá en su protectora al tiempo que potenciará sus capacidad creativa. Se producirá entre ambos una mutua simbiosis que durará treinta y cinco años: «...fue para mí madre, amiga, hermana...»; ella fue la que «le ayudó a cumplir su misión de poeta»(1). En su compañía y con sus cuidados, en su vasta e idílica propiedad Coole Park el desasosegado Yeats encontrará  el descanso y la quietud que le era necesaria, y todo ello al tiempo que un nuevo estímulo para escribir sobre los ideales mitológicos irlandeses de la cual ella, como hemos señalado, era una fervorosa defensora. Y así tenemos que mientras en el resto de Europa hace furor el teatro basado en el realismo de Ibsen, nuestro Yeats se entrega «aunque esa obra sea la de toda su vida» a escribir un teatro el cual llamaríamos, más que tradicional, mitológico. Con ella y otros enamorados de esa idea fundan el Teatro Literario Irlandés conocido como el Abbey Theatre, en el que Yeats será autor y director durante mucho tiempo.
La cadena femenina, tan importante en la actividad creativa de Yeats finalizará con Georgina Hyde-Lees, una «medium» de veintiséis años con la que se casará a los cincuenta y dos. Precisamente en su luna de miel, ante la que podría considerarse como una reyerta familiar y con objeto de «disuadirlo de la idea de que no se había casado con la mujer indicada»(3), ella le hará partícipe de lo que llegaría a ser conocido como la «escritura automática» la cual entonces su mujer practicó. Una visión, el libro más incomprensible de su total producción, procede de las revelaciones directas y «sobrenaturales» que su mujer le fue haciendo; se trataba de un experimento mediante el cual el subconsciente dictaba la composición y dirigía la pluma que mantenía la mano. Más de cuatrocientas sesiones de «escritura automática» que produjeron miles de páginas que él estudió y organizó.

Nos queda por reseñar que la actividad creativa de Yeats, que le duró hasta sus últimos días siendo al tiempo extraordinariamente productivo, se fue acrecentando hasta el punto de que sus obras de la madurez y de la vejez representan su cumbre poética. ¿Extraño?
El gran poeta visionario llegó a considerar sus últimos años como una segunda pubertad; si versificar era para él como una cópula, al faltarle el vigor sexual debido a su edad optó por someterse a una operación quirúrgica que entonces se consideraba que podría devolvérselo; en realidad se trataba de una vasectomía. A él al parecer no le hizo ningún efecto en el plano físico, pero... debió funcionarle en el intelectual, puesto que «los cinco siguientes años tras la operación, hasta su muerte —la cual le sobrevino a los setenta y cuatro— fue de una fecundidad literaria excepcional»(3). 

Voy a despedir a esta figura, que ha sido definida como la más sobresaliente de la poesía inglesa del pasado siglo y uno de los más grandes poetas ingleses de todos los tiempos, citando algunas de las frases que nos dejó en su obra Mitologías. Una recopilación que él realizó de experiencias sobrenaturales, sueños, cuentos y leyendas; un mundo de brujos, mitos, bosques, encantamientos, fantasmas, duendes, hadas, demonios, hechizos, brujas, magos, etc. Un mundo maravilloso e irreal frente a la realidad, en el cual también incluyó algunos ensayos.
 Del que lleva el título" Anima hominis" he extraído lo siguiente:
—«Sin duda hay hombres cuyo arte es menos una virtud que una compensación por alguna circunstancia o accidente de la salud»
—«Siempre que pienso en algún escritor poético del pasado (...) compruebo, si es que conozco a grandes rasgos su vida, que la obra de un hombre es una huida de su horóscopo, una lucha a ciegas con el entramado de las estrellas»
—«De las disputas con los otros hacemos retórica, pero de las disputas con nosotros hacemos poesía»
—«Estoy convencido de que ningún poeta, por desordenada que haya sido su vida, ha perseguido jamás los placeres en sí mismos»
—«El poeta encuentra y confecciona su máscara en la decepción, el héroe en la derrota»
—«Al hombre que toma la pluma o el cincel no le está permitido buscar la originalidad, pues su único objetivo es la pasión...»
—«Creo que los poetas y los artistas no podemos disparar más allá de lo tangible y estamos condenados a pasar del deseo a la fatiga y otra vez al deseo...»
—«Un poeta, cuando se va haciendo mayor, acaba preguntándose si no podrá conservar su máscara y su visión sin padecer nuevas amarguras y desilusiones»
—«No he leído, oído hablar o conocido a ningún poeta que haya sido un sentimental».
 
Aunque falleció en tierra francesa permanece enterrado en Sligo; el lugar más importante según él de su vida. Lo está en el sitio que él mismo fijó en un poema: al pie de un monte llamado Ben Bulben.
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(1) Ignacio Iribarren, Una revolución literaria y sus autores
(2) José A. Marina, La magia de escribir
(3) Richard Ellmann, Cuatro dublineses

 

 

 

domingo, 10 de marzo de 2013

Día Noventa y cinco: El extraño caso Ibsen


¿O no es extraño, para comenzar, que un muchacho humilde que pasa su adolescencia solo, separado de su familia, trabajando desde los quince años como mancebo de farmacia en una insignificante población noruega a unos doscientos cincuenta kilómetros de Cristianía, hoy Oslo, en la que no hay teatro alguno, escriba a los veinte años nada menos que un drama en verso sobre el personaje Catilina después de haber leído a Cicerón y a Salustio?
   Y aún más: ¿no parece inverosímil que ese muchacho, tras haber intentado estrenar sin éxito Catilina, consiga que se le represente en el Teatro Nacional de Oslo a los veintidós años una segunda obra, El túmulo vikingo?
   Otrosí (como escriben los hombres de leyes): ¿es que resulta normal que a los veintitrés sea nombrado director de escena de un nuevo teatro de Bergen y cinco años después, con veintiocho, llegue a ser director artístico del Teatro Noruego de Cristianía? No; desde luego no parece muy normal pero, no obstante, ya veremos que no es ello lo único extraño en la vida de Enric Ibsen, uno de los dramaturgos más grandes de todas las épocas.

1828; Skien, el lugar donde ese año nace Enric Ibsen, está situado a unos ciento cincuenta kilómetros de Cristianía por caminos que suponemos difíciles de transitar en aquellos tiempos, y, Grimstad, la aldea costera donde trabaja desde los quince años se encuentra a unos cien de Skien.
El pequeño Enric, que comienza a acusar en su carácter cierta misantropía, tristeza y soledad como consecuencia de los consiguientes cambios a peor derivados de la ruina sobrevenida a su padre cuando él cuenta tan sólo ocho años, estudia desde esa edad hasta los quince en un par de colegios. Decimos que estudia pero desde luego no en centros de élite donde los clásicos de la antigüedad sean importantes; su familia es ahora humilde y hasta ha tenido que irse a vivir a una granja a las afueras de la ciudad desde la que él tiene que desplazarse cinco kilómetros para asistir a la escuela; los dos últimos años estudiará ya en Skien en un colegio religioso. ¿Qué le enseñarían en aquellos colegios al pequeño Enric antes de marchar a Grimstad, a trabajar en una farmacia, para salir de allí a los veinte años con su Catilina bajo el brazo camino de Cristianía? Lamento ejercer de biógrafo estando Wikipedia al alcance de cualquiera, pero a veces es necesario «remachar» algunos datos. Créaseme: para que sucediera lo que sucedió, únicamente hay una explicación: «El genio, en todos los terrenos del arte humano, transforma cuanto toca»(1), y, a aquel muchacho le había tentado, no sabemos por qué, el teatro.
No vamos a continuar citando datos biográficos, sino que en su lugar vamos a insistir escuetamente en que Enric Ibsen ha sido catalogado por sus biógrafos como un..., diríamos que como un inconformista, eso es. Ninguno que yo sepa lo ha llamado de este modo, pero sí han insistido en que se trataba de un carácter especial; alguien que nunca se encontraba satisfecho viviendo una vida ordinaria compuesta de las naturales satisfacciones y dificultades que a todos nos suele la existencia deparar. No; indudablemente nos hallamos ante un hombre perteneciente a aquel grupo de selectos, a los cuales hemos hecho ya referencia anteriormente en estas páginas, que suelen exigirse mucho, al menos más que los demás, y que acumulan sobre sí mismos excepcionales dificultades y deberes realizando un esfuerzo de perfección no común a los demás mortales. Se trata de personas que «necesitan una misión que realizar, un proyecto que se encuentre muchas veces por encima de sus fuerzas, que los haga sentirse solos, incomprendidos y al final derrotados, pero orgullosos de haberse aventurado en ese viaje a los cielos»(2). Así era el dramaturgo Ibsen y también la mayor parte de los protagonistas de sus mejores obras —recuérdese que se escribe siempre sobre uno mismo.
Con individuos de esta clase, al parecer, y parece lógico, no es fácil la convivencia. Nunca lo ha sido con un genio según vemos en sus biografías, y no es por tanto extraño que Ibsen sea retratado como un malhumorado, un irritable y un colérico; además «se complacía en la rumia amarga de su destierro, de su pobreza, de la ruindad de la crítica, de la incomprensión popular»(2). Cuando joven, nos lo han representado como lector habitual de la historia y de la Biblia —aunque ateo con posterioridad—, puritano y al tiempo sensual, convencional y revolucionario, férreo en sus decisiones y sin embargo timorato, lento y metódico, reservado pero siempre apasionado y brusco o violento a la hora de discutir.

Hasta aquí el personaje y su temperamento. Añadamos no obstante algo muy importante y que puede que fuera decisivo en su vida. Su esposa Susannah con la que casó joven, ha sido considerada como su inspiradora y su custodia; no sólo le soportó sino que siempre le ayudó; inicialmente le apoyó sobrellevando el autoexilio y la indigencia de los primeros años, y después, en los de triunfo en el centro de Europa —nada menos que durante treinta y seis— fue su colaboradora y su único consejero; a ella sola le leía sus dramas y le comunicaba sus proyectos. Le ayudó; su mujer ejerció sobre él una grandísima fuerza, y, ¿hemos de decirlo?: Ibsen no creía en el matrimonio, era un fiero detractor del mismo.
En el primer párrafo hemos dicho que su Catilina —una especie de rehabilitación del conspirador romano— no tuvo éxito, y sí lo tuvo su segunda obra El túmulo vikingo. Y ello y lo que sigue nos deja la puerta abierta para pensar que Ibsen se dio cuenta pronto de que lo que podía sacarle adelante era escribir teatro sobre temas históricos basados en el pasado mítico de Escandinavia, especialmente Noruega y Dinamarca, a la que tenía como segunda patria. Y eso fue lo que —gracias indudablemente a su genio— le catapultó meteoríticamente; el romano Catilina a pocos noruegos podía importarle demasiado. Aunque, detengámonos: es típico en él admirar a los individuos notables caídos y frecuentemente no atractivos para la mayoría de los demás; si Ibsen hubiera vivido en la segunda parte del siglo pasado hubiera escrito sendos dramas sobre Azaña y Nixon. De todas maneras, en cuanto pudo, abandonó tanto los personajes históricos como los temas heroicos del pasado escandinavo y se dedicó a presentarnos personas de la vida real, de su tiempo, aunque eso sí: personas que se enfrentan a ese tiempo: con él llegó al teatro el escándalo. Puede ser, como se ha dicho, que Ibsen no se adelantara a su tiempo mostrando aquellos conflictos de su teatro, puede ser que las personas de su tiempo se habían quedado retrasadas.
Ibsen se dedica a presentar individuos que se atreven a hacer frente al mundo, a aquella sociedad, al destino y hasta a la santa providencia y todo ello envuelto en cierto aspecto psicológico; en ese asunto es un Stendhal o un Dostoievski con los cuales ha sido comparado puesto que lo expresa en forma parecida a ellos. Describe la vida íntima de ciertos seres que sufren, destapa los conflictos anímicos del individuo y, generalmente, nos muestra su toma de resolución —algo que entonces escandalizó—, o en otros casos se la deja al espectador para que él decida.

   Digamos algo en el tiempo que todavía nos resta sobre sus tres principales obras, o al menos las más populares. Casa de muñecas y El pato salvaje son indudablemente las más reconocidas y valoradas, y a ellas vamos a añadirle Un enemigo del pueblo que es posiblemente la más divulgada. Quizás, si no habéis tenido ocasión de leerlas, es posible, que sí las halláis contemplado en un escenario, en la pantalla pequeña, o puede ser que en la grande.
   De Casa de muñecas, con la que se reveló a sus cincuenta y un años y que escribió en Italia a donde había marchado autoexilado pero pensionado —aunque entonces ya era rico y vivía de sus obras—, de ella decía Ortega que cuando Ibsen la escribía «...ser feliz sonaba a frivolidad, si no a pecado. El escándalo que en Europa produjo Casa de muñecas de Ibsen me sirve como prueba (...) La Nora ibseniana no pide sino esto: ser feliz... —algo entonces— absurdo e intolerable...». Nora es una heroína del feminismo cuando para su marido y para el mundo es una fútil y graciosa muñeca; y, sin embargo, ¡qué paradoja!, Ibsen no era feminista, tenía a las mujeres por inferiores. El gran «escándalo» que late en la obra, así como el motivo, nos parecen sin embargo nimios en la sociedad de la violencia doméstica de hoy. Supongo que entonces todo lo que a Nora le atormenta haber realizado pudiera ser monstruoso; lo que no le perdonó la sociedad a Ibsen fue que Nora se marchara de su casa y abandonara hijos y marido buscando una vida independiente: gran escándalo. Por cierto, la obra está basada en una historia real con final distinto. Nora era Laura Kieler, una escritora alemana admiradora de él con la que mantenía amistad; la historia real finalizó más trágicamente con un internamiento en un sanatorio psiquiátrico y el divorcio y la separación de los hijos. «Todo cuanto he escrito tiene la conexión más íntima con lo que he vivido, aún cuando no haya sido mi propia experiencia personal».
El pato salvaje, considerada la más compleja y original de sus obras, es un estudio acerca de las falsas ilusiones que a todos nos permiten hacer frente a nuestras miserias y a nuestros condicionamientos sociales. Ibsen retrata a un puñado de personajes víctimas de la falsedad, del egoísmo y de su falta de dignidad. Mediante la conversación de dos amigos jóvenes que se reencuentran, se le ponen de manifiesto al espectador todos aquellos vicios y las lagunas del pasado de los padres de ambos, también amigos pero que no han tenido la misma suerte en la vida ni han actuado con la misma honestidad e integridad, al menos uno de ellos. Hialmar, uno de los jóvenes amigos, al igual que Nora, vive una existencia miserable e irreal: pero esta vez Ibsen no lo libera como hace con aquella en Casa de muñecas; en este caso es posiblemente mejor que siga engañado porque el desenlace podría ser fatal para terceros.
Yo diría que Un enemigo del pueblo se está escribiendo hoy, todos los días, en nuestra prensa diaria. La corrupción que nos invade, política o no, está ahí, en esa obra, en la que está en juego la salud de los ciudadanos. Siempre he visto en este héroe, el doctor Stockmann, un noble Quijote dispuesto a sacrificar todo lo que posee, incluida su familia, para que se sepa la verdad a pesar de acarrearle la enemistad con su hermano el alcalde, y el odio del pueblo que no quiere creer la gran verdad. Que las aguas que ellos pretenden que atraigan al pueblo visitantes, aguas curativas, están envenenadas.

Se ha escrito que de Ibsen se nutrieron Shaw, Strindberg, Chéjov, Gorki, Pirandello, Sartre, Camus y O'Neill. ¿Nada más que estos? Desde luego ellos, y también Miller puede que llevaran el realismo de la literatura de su tiempo, el de cada uno, al teatro o a la novela. Pero quizás él, Enric Ibsen fue el primero que puso en escena las complicadas situaciones cotidianas y nos hizo pensar en ellas; el que «metió» argumentos literarios, de novela, dentro de un escenario. En ellos, en los escenarios anteriores hasta entonces tan sólo se mostraba puro entretenimiento.
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(1) Jesús Pardo, Nota preliminar a Poesía completa de Ibsen
(2) Mario Parajón, Introducción a Casa de muñecas y El pato salvaje
(3) Ángel García Pintado, Introducción a Casa de muñecas


lunes, 4 de marzo de 2013

Día Noventa y cuatro: Hablábamos de Voltaire...


Hablábamos de Voltaire y aún nos quedan por abordar tres interesantes aspectos para terminar con él. Sucintamente, no quiero abandonarlo sin haber indagado algo en su contradictoria personalidad y cual pudo ser su germen, tampoco sin dejar de analizar y entender las causas de su vertiginoso acceso a la notoriedad como escritor y, finalmente, examinar sus relaciones con Rousseau y comprender los posibles motivos de su mutua enemistad. 
    Son tres cuestiones que entiendo merecen la pena; se diría que en ellas hay hasta algo de intriga o misterio.

     Han sido varias las plumas autorizadas, en cuanto a hablar sobre Voltaire, las que se han preguntado por sus años de infancia y adolescencia conjeturando que en ellos reside en todo o en parte el origen de su personalidad. Precisamente esos años que él, tan reservado en su intimidad, los cubrió también bajo una sombra ocultando cualquier aspecto familiar. Y es que en ellos se producen sucesos y se dan circunstancias capaces posiblemente de influir en la configuración de un carácter.
Françoise-Marie Arouet nace seis años antes de que comience el siglo XVIII. De la numerosa familia que su padre engendró nos interesan tres de los hermanos que sobrevivieron bastantes años al resto. Dos son varones y él es el más pequeño; el mayor Armando, que le lleva diez años, ha sido educado en el jansenismo por voluntad de su padre, mientras que Françoise-Marie es educado en un elitista colegio de jesuitas; no hace falta que señalemos que la rivalidad y el antagonismo entre jansenistas y jesuitas era en aquella época exacerbado. ¿Por qué esa extraña decisión de aquel adinerado notario que ha enviudado cuando nuestro futuro Voltaire cuenta siete años? De su madre no sabemos una palabra a pesar del vacío que pudo dejar en él; si de ella guardaba algún tipo de recuerdos nunca lo exteriorizó. Con su padre sabemos que las relaciones no pudieron ser peores hasta el punto de que pensó encerrarlo en la cárcel —algo que como menor que era podía hacerse entonces— o enviarlo a las Américas.
La contienda comenzó cuando Voltaire, tras estudiar Derecho durante tres años por decisión de aquel, decide que quiere dedicarse a las letras. El notario Arouet trató de impedirlo por todos los medios, con lo cual «vio siempre en su hijo una fuente constante de sufrimientos».(1) Lo desheredó y dejó su fortuna a su hermano —la hermana ya había fallecido— excepto una pensión que a él le asignó; ¿por qué con frecuencia daba Voltaire a entender que él era un hijo bastardo?
Pero, ¿y el hermano?; se convirtió en un fanático jansenista que hasta tomaba parte en los sucesos del cementerio de Saint-Médard en el que había sido enterrado un sujeto de vida muy ascética (Françoise de París) que se decía hacía milagros. Fue su hermano Armando, con el que jamás tuvo relación alguna, uno de los poseídos que allí experimentaban convulsiones. Quizá la primera postura anticristiana de Voltaire fuera una rebelión anti-jansenista contra la creencia en un Dios severo y cruel y una vida dedicada al ascetismo. ¿No puede haber ocurrido que ello fuera el origen de todo aquel odio y rechazo al fanatismo y a la superstición religiosa de la que siempre hizo gala?
En una palabra: ¿mantuvo Voltaire durante su vida traumáticos recuerdos infantiles? Su madre muerta, su padre intolerante, su hermano «convulsionario», él desheredado desde muy joven..., ¿con la adopción de aquel seudónimo, cuatro años antes de morir su padre, no lo está rechazando? La renuncia a su apellido fue posiblemente una forma de liberarse para siempre de aquel.

Y sin querer, de paso, hablando de su seudónimo, nos hemos metido en el segundo aspecto. Observemos a nuestro hombre en ese famosísimo retrato que le hizo Largillière una vez salido de la Bastilla tras su primera «visita» a ella; precisamente acaba de cambiarse el nombre y ya firma como Voltaire. Tiene veinticuatro años y en esos momentos comienza su vertiginoso ascenso a la popularidad.
Bajo su enorme pelucón aparece delgado, tiene una nariz prominente y la barbilla destacada, su frente es desmesuradamente amplia, su mirada aparece ya sardónica o mordaz y su media sonrisa entre cómplice y burlona nos dice algo así como que ha llegado su hora. ¡Cómo no!, estamos en el año 1718 y por lo tanto hace ya tres que el Rey Sol, Luis XIV, ha dejado de existir. Con la regencia de Felipe de Orleans, hombre libertino, diríamos que se abre la mano y todo pasa a ser más licencioso puesto que el Regente es persona tolerante, algo que Voltaire aprovecha. Desde que a los veinte ha dejado de trabajar como pasante o escribiente de un notario, se ha lanzado decididamente a la vorágine frecuentando más aún los círculos libertinos y elegantes en los que ya se movía y que había conocido gracias a su padrino.
Es burlón, ingenioso, galante y atrevido, y se diría que rebelde puesto que le gusta la provocación. Versifica con increíble facilidad y es apreciado por su perspicacia y conversación; sus versos satíricos son los más apreciados y circulan de mano en mano; ello hasta que llega un momento en que unos referidos al Regente lo llevan a la Bastilla. A su salida le dedica su primera obra escénica en verso, una nueva versión de Edipo que allí ha escrito y que estrenada tiene un gran éxito, lo que le significa convertirse en el escritor de moda del momento además de una pensión que le otorga el mismo Regente. Acaba de triunfar a los veinticuatro años.
Hedonista y amigo del lujo, gustoso de la notoriedad, frecuentará a partir de entonces especialmente a la nobleza —le gusta—, y vivirá una existencia mundana y errabunda sin domicilio conocido. Tendrá relaciones y será huésped tanto de nobles como de la alta burguesía, alternará con ilustres desterrados y librepensadores nacionales o extranjeros y será amigo de artistas caídos en desgracia; también será compañero e invitado de viudas de la nobleza y otras grandes damas así como de poderosos que simpatizan con su gran desfachatez.
Dos mujeres y un hombre lo tratarán durante su vida más íntimamente que nadie. La marquesa de Châtelet, Émilie, con la que convivirá en su castillo varios años y cuya muerte le causará un gran dolor, Federico II de Prusia —«...respetable, singular y amable puta...»— con el que pasará allí tres años, y su sobrina Mariè-Luise, viuda, con la que cohabitará y mantendrá relaciones íntimas el resto de su vida. Pero todo ello, además de biografía resulta ser también un intrincado laberinto.

Hablemos mejor de sus relaciones con Rousseau, otra gran contradicción. Habría que decir que Voltaire fue acabando mal durante toda su vida con casi todos los que llegaron a conocerlo, y Rousseau no fue una excepción, aunque hay que recordar que el ginebrino comenzaba a ser ya impopular y sufría aquella paranoia persecutoria que lo hizo intratable.
Cuando Voltaire está más o menos en sus cincuenta y es un autor destacado, le es presentado un incipiente escritor dieciocho años más joven que él en un salón atestado de público. Rousseau lo recordará siempre porque años antes, leyendo aquellas sus tragedias y poemas muy del gusto de la época, comenzó a nacer su voluntad de dedicarse a escribir; consideraba entonces su estilo el de un gran maestro: «...me inspiró el deseo de aprender a escribir con elegancia».
Años después, tampoco para Voltaire es ya Rousseau un desconocido; se le llega a encargar que revise —poniéndole la música Rameau— una obra de Voltaire, La princesa de Navarra, que va a ser representada como una ópera en la Corte; ello origina una amistad epistolar con el maestro hacia el que todavía sigue teniendo una enorme admiración.
 Sin embargo las cosas pronto comenzarán a cambiar; ya cuando aparece el Discurso sobre las ciencias y las artes de Rousseau, Voltaire se muestra contrario a sus planteamientos; pero cuando Rousseau le envía un ejemplar de su segundo, el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, Voltaire le responde aquello de «dan ganas de andar a cuatro patas cuando se lee vuestra obra». Desaparece su incondicional admiración y es el principio de las desavenencias
    En realidad son muy diferentes; sólo tienen en común sus frecuentes enfermedades de las que ambos se están siempre lamentando y diciendo que los llevan a las puertas de la muerte, además del mutuo rechazo a la superstición y a la intolerancia. Voltaire es urbanita y sensual, y Rousseau amigo del campo y gustoso de la sobriedad; aquel es partidario de una monarquía ilustrada y Jean-Jacques es republicano. Añadamos que la celebridad que Rousseau va consiguiendo no le sienta bien a Voltaire y no la tomará jamás en serio. Tenían que acabar chocando.
   Cuando Voltaire escribe el Poema sobre el desastre de Lisboa tras el funesto terremoto de 1755,  le envía un ejemplar del mismo a Rousseau, y es entonces él quién le pone los reparos. Encuentra inaceptables los planteamientos de Voltaire mostrando irreconciliable la catástrofe con la existencia de un Dios, y se lo hace saber. Aunque ello molesta a Voltaire y no le responde, la confrontación abierta comienza después cuando Rousseau interviene en una disputa epistolar que Diderot y d'Alembert mantienen contra Voltaire el cual pretende representar teatro en Ginebra; allí vive Voltaire, pero es la patria de Rousseau y tanto él como los rígidos calvinistas están contra la idea. Con aquella intervención Voltaire lo tiene por un declarado enemigo al tiempo que lo tacha de moralista hipócrita.
    Tienen ya sesenta y siete y cuarenta y nueve años respectivamente, y la famosa novela de Rousseau La nueva Eloísa es motivo de difamación por parte de Voltaire que escribe las Cartas sobre la Nueva Eloísa en las que cruelmente lo ridiculiza. ¡Pobre Rousseau que se siente incomprendido y perseguido!, «Os odio, —le escribe— puesto que así lo habéis querido», y ello hace que Voltaire piense de verdad que Rousseau ha perdido el juicio: «Es una pena. Se ha vuelto definitivamente loco» escribe a sus amigos.
   Rousseau no era ya sólo su rival sino su mortal enemigo, y procura por lo tanto hacerle el mayor daño posible; se trata de una «guerra» declarada. Un panfleto anónimo de ocho páginas circula contra Rousseau en el que entre otras cosas se denuncia que su enfermedad urológica es en realidad venérea, y que abandonó a sus cinco hijos en el hospicio; todo el mundo imagina que tras ello está Voltaire.
    Murieron en el mismo año con una diferencia de fechas de apenas dos meses; al longevo Voltaire que falleció de un cáncer de próstata, le faltaban seis meses para alcanzar los ochenta y cuatro años. Al final de su vida escribió: «el final de la vida es triste, el medio no vale nada y el principio es ridículo».
    Hoy sus restos descansan juntos. Tras la Revolución fueron llevados a la Cripta de la Iglesia de Santa Genoveva, hoy panteón de hombres ilustres donde reposan los dos enemigos a los que tanto les debe el mundo moderno.

    Y ahora la paradoja, o la contradicción final de Voltaire. Terminó sus días firmando las paces con la Iglesia durante una crisis aguda de su enfermedad tres meses antes de su muerte. Lo hizo mediante una retractación realizada ante un eclesiástico —se supone que determinada por el miedo a no ser enterrado en un cementerio cristiano— en la que acababa diciendo: «Si he escandalizado a la Iglesia, pido perdón a Dios y a ella».
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(1) Haydn Mason, Voltaire

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Nota: ignoro amigo lector si te ha pasado desapercibido algo que intencionadamente me propuse «tres días» atrás. Sencillamente tratar consecutivamente a Jane Austen y a Voltaire como dos «bichos raros» de esta colección de autores que hace dos años abordé. En ellos, tan diferentes entre sí pues únicamente las paradojas de sus vidas como escritores les une, no se dan las habituales circunstancias que concurren en prácticamente todos los anteriores.
Gracias.