Difícil
ciertamente imaginar su triunfo literario sin ellas, eso además del
dolor y el placer que le proporcionaron. Si R. J. Sender pensaba que
Balzac «...desde que salió del seno de su familia en la
adolescencia hasta el día de su muerte, fue una vorágine de números
(letras con fuerza ejecutiva, falsas grandezas a plazos, apremios con
horas contadas...) cuya contemplación nos marea»(1), se diría que
su vida fue también una vorágine de imaginación sensual, citas
amorosas, voluptuosidad desbordante y pasiones sin límite. O las
mujeres —y el ajetreo que en su vida le representaron— fueron una
parte fundamental, un estímulo y aguijón para su creatividad, para
su superación y su resistencia física y emocional, o al menos
contribuyeron a crear —junto al ansia de riqueza y gloria que
perseguía— el escenario para que representara aquel papel sublime
de la comedia humana que él mismo retrató.
La
biografía de Balzac es mucho más que el papel de cualquiera de sus
personajes novelados; se trata de una única e increíble novela que
él nunca imaginó. Una novela con la cual se han atrevido numerosos
y acreditados autores que han abordado su escritura —Zweig y
Maurois entre otros— seducidos por su extravagancia e
inverosimilitud.
La
primera mujer, en su relación no amatoria-sexual, que le afectaría
durante toda su vida fue su madre. «Nunca
tuve madre»; «¿Qué
desgracia física o moral me acarreó la frialdad de mi madre?».
Desdeñado desde su infancia, lo que Balzac halló en ella fue «...el
fuego devorador de una mirada severa» que
«ignoraba las caricias, los besos, la simple alegría de vivir...».
¿Recordamos las relaciones de Stendhal con
su madre?
Esa
falta de amor maternal le llevará a buscarlo siempre en sus amantes.
Alejado de ella —realmente por el deseo de ambos pero sobre todo por el de la madre—
pasa su infancia y adolescencia en las manos de un aya y en pensiones
e internados. ¿Es entonces extraño que se repita la historia de
Rousseau con la señora de Warens? Pero es que se da la circunstancia
de que Balzac no es trece años más joven que su amante como en el
caso de aquel. No; la señora de Berny es una conocida de su madre y
tiene la misma edad que ella, nada menos que cuarenta y cinco años,
eso además de siete hijos y de que es ya abuela. ¡Pobre Balzac!
Porque su madre lo sabe, y lo saben los hijos e hijas de la señora
de Berny. Es la primera prueba de que ansiaba encontrar el amor de
madre que tanto le faltó cuando niño. Ahora tiene veintidós años
y está conociendo toda la intensidad del amor humano.
Durante
más de diez Laure de Berny será madre, amante, consejera, amiga,
cómplice y correctora de textos de Balzac; le mantendrá cuando no
tenga ni para comer y le prestará dinero, sumas respetables que
nunca le devolverá. Él, quizás sugestionado por Rousseau y sus
Confesiones, a menudo
se referirá también a ella como «mi pobre
mamá». Esa relación con la Dilecta,
como él la llamó, fue en el fondo muy valiosa para su carrera.
En
una palabra: al cabo de tres años sale de la miserable buhardilla
que con los estudios de derecho terminados a los dieciocho años le
había buscado su madre ante su determinación de dedicarse a
escribir, y gracias a Laure de Berry le sonreirá el triunfo a los treinta y dos con la segunda novela firmada con su nombre: La
piel de zapa; la primera había sido El
último Chouan. Había escrito hasta entonces
la intemerata aunque siempre con seudónimo, y se había metido en
negocios relacionados a menudo con el mundo editorial que le habían
proporcionado fuertes cantidades de... ¡deudas!; a las cuales, para
hacerles frente, no encontraba otra salida que endeudarse todavía
más.
Pero
ahora se le abre una nueva senda, y ¡se le sube la fama a la
cabeza! Comenzará a conocer a sus grandes amistades femeninas,
muchas de ellas pertenecientes a la nobleza, tan ansiada por él como
el dinero, y que, por fin, al menos ellas —marquesas, condesas, y
duquesas— jugarán posiblemente un papel de estímulo en su vida
muy parecido al jugado por su protectora Mme. Berny.
Como
cualquier escritor de moda recibe cartas de sus lectores a través de
su editor. Normalmente se trata de mujeres; unas embelesadas por sus
historias y otras críticas ante una de sus obras, Fisiología
del matrimonio, la cual provoca un escándalo
que lo da a conocer aún más. Y Balzac procura contestar a todas
esas cartas y en especial a las firmadas por manos femeninas. Está
buscando una viuda rica para casarse y no lo oculta, lo pregona; ha
razonado que necesita bienestar y capital además de tiempo para
dedicarse a escribir. Llegará a decir: «Mi
futuro depende de una mujer que pertenece a este mundo», eso
además de aquella su frase favorita: «Sólo
tengo dos pasiones, el amor y la gloria».
Una
de las mujeres que ha leído aquella obra y le escribe es una
marquesa. Firma con nombre imaginario y misterioso y le echa en cara
el cinismo que ha puesto en su Fisiología del
matrimonio. Balzac contesta sin saber quién
es a la entonces marquesa Henriette de Castries —pronto condesa y
siempre una belleza de vida turbulenta dentro de la nobleza— y
hasta le confiesa su idea de matrimoniar con una rica viuda, eso al
tiempo de confesarle algunas intimidades más, todo ello aunque
parezca increíble. Se cartean y ella le invita a su palacete.
Mantendrá con ella una íntima amistad pero nunca será suya a pesar
de sus intentos; ella siempre se escabullirá. Esa relación será
para él «una tragedia»,
como reconocerá toda su vida, y ello hasta el punto de hacerle
llorar se supone que de rabia. Sentía que la Castries le había
hecho sufrir la más grande humillación que se puede sufrir por parte
de una mujer.
No
obstante, antes de cerrar este corto, extravagante y quizás ridículo
capítulo de su vida de falso aristócrata que incluso le lleva a
inventarse un título nobiliario, es necesario señalar que
anteriormente a la duquesa de Castries, y después, y simultáneamente
durante la relación todavía mantenida con Laure de Berny (suponemos
que con ella ya sólo en el plano afectivo maternal), son varios sus
intentos amatorios probablemente con éxito entre notables
cortesanas: Olympe Pélissier, la duquesa de Abrantes, Jean de
Margonne y Zulma Carraud en cuyas residencias pasa temporadas
escribiendo y a salvo de los acreedores.
Sin
embargo, de pronto su vida da un giro definitivo. Es el último
capítulo de ella y va a durar hasta el final de sus días; y se
sucederán en ese capítulo tanto pasión como sordidez. Estamos en
1832 y él cuenta treinta y tres años. Recibe desde Odesa una carta
de una de sus lectoras que firma como la Extranjera.
Tras ella, de nuevo, el misterio y la intriga, ¿quién es esta
extranjera que se «desnuda» ante el gran Balzac y le cuenta sus
cuitas terminando su carta diciéndole: «He entregado mi corazón y
mi alma pero estoy sola»?
A
pesar de su extenuación y su tensión combativa —tiene muchos
rivales y enemigos—, a pesar de su régimen de trabajo: duerme de
seis de la tarde a doce de la noche y desde entonces escribe
ininterrumpidamente hasta catorce horas seguidas consumiendo litros
de café; a pesar de todo eso y de sus galanteos amorosos, su enorme
y arrolladora imaginación le hace caer en un especial éxtasis
respecto a esa mujer. Se llama Evelina, le dice que tiene veintisiete
años —aunque cuenta algunos más— y está casada con un marqués,
mariscal del Zar de todas las Rusias que casi le dobla la edad y al
que detesta; el mariscal Hanska es propietario de miles de hectáreas
y de más de tres mil mujics.
Cuando
Balzac va conociendo esos datos, además de haber imaginado a una
diosa afligida cuya belleza y exotismo magnifica en su desbordante
imaginación, no sólo barrunta que puede ser la solución a sus
problemas si es que enviuda pronto, sino que resentido de la
humillación a la que ha sido sometido por la Castries encuentra una
personal forma de tomarse la revancha o el desquite. Evelina, de
familia polaca, lo tiene todo: es joven, pertenece a la nobleza, es
bella (se lo imagina él) y posee una gran fortuna además de
mostrarle su admiración, su afecto o..., su ya cariño.
La
primera vez que se encuentran es en Suiza a donde ella acude con el
marido; el encuentro tiene lugar furtivamente en un parque de
Neuchatel y ella sufre una decepción. Balzac no era físicamente un
sujeto atractivo, se diría que más bien vulgar. Si nos atenemos a
la descripción del secretario de la embajada rusa en París, al que
acudirá más tarde para viajar hasta aquel país, Balzac era un
«hombrecillo gordo, ancho y con cara de panadero...»; no obstante
Evelina resulta ser para él una deidad no desmerecedora de cómo la
ha imaginado; en ella ve sensualidad y voluptuosidad a raudales. Y
comienza un romance epistolar durante el que se sucederán breves
encuentros en Viena y otras ciudades europeas.
Balzac,
independientemente de lo lucrativo de aquel posible matrimonio, está
enamorado hasta el tuétano de Evelina, ¿cómo explicarse de otra
forma aquel trasiego amoroso epistolar y aquellos viajes a través de
media Europa, ocupado como estaba hasta las cejas con sus novelas y
envuelto en los compromisos contraídos ejerciendo de cronista de la
Francia de su época? Veamos de qué forma termina una de las cartas
que le envía; en ella hay algo de apasionamiento de colegial
enamorado y de aquel arrebato de Dostoievski en sus cartas a su
hermano Misha, algo comparable a aquella que el ruso terminaba, como
en su día decíamos, con la palabra «adiós» escrita hasta diez
veces en los dos últimos párrafos: «Adiós,
ángel mío, mujer adorada, "minou" querido. Lina mía, mi
querida pobre hijita; adiós tesoro mío, mi buen "louloup",
mi alma vivificadora,... tú eres la gloria, el placer, el honor, la
fortuna, la voluptuosidad de un hombre que sólo piensa en ti...
Adios "loup", adiós mi Evelina querida, mi Eva demasiado
adorada, mi niñita... besos que te envío. Uno para el más
pequeñito de tus dedos, otro para el "minou", otros besos
para los "mignons", besos para esa boca de coral, para cada
uno de tus ojos... para todo tu cuerpo...»
Y
así, en esos términos y relatando infinidad de sucesos, proyectos y
fracasos, detalles sobre su modo de pensar, sus ilusiones y
esperanzas y sus esfuerzos personales le escribirá cartas que hoy,
editadas, ocupan hasta cuatro volúmenes. Por cierto, que dos de
ellas de este tenor cayeron en las manos del mariscal y Balzac tuvo
que excusarse ridículamente.
Resumiendo;
el marqués fallece y ocho años después todavía no se han casado.
Se llegaron a ver en plan «oficial» o «legítimo» en San
Petersburgo, pero entre que ella no estaba demasiado enamorada, su
fortuna le significaba mucho, tenía además sus sospechas sobre él
y por lo tanto le ponía como condición que liquidara sus deudas
antes de casarse —«Tener treinta francos en
casa y gente en la calle reclamando treinta mil... una situación
para volverse loco—, y, finalmente, que era
condición necesaria que el Zar diera el visto bueno a su casamiento
con un «infiel» oriundo del país de la revolución que había
cortado cabezas reales..., ella le da largas y más largas.
Resultado
de sus esporádicos encuentros Evelina dio a luz un hijo, pero
muerto. Y Balzac, cada día más agotado por sus litros de café, sus
apretados horarios y dilatadas horas de trabajo e incluso aquellos
viajes para reunirse con ella, aunque fue aguantando sin perder la
esperanza, era ya un carcamal cuando Evelina le dijo que acudiera a
Ucrania, a sus posesiones, a desposarse. Y allí marchó como un
perrito faldero y obediente después de cerca de dieciocho años
desempeñando ese papel.
El
final es triste; el viaje de vuelta a París en la berlina de ella
fue una aparatosa odisea de dos semanas que destrozó aún más
físicamente a Balzac. Enfermo y aquejado de múltiples trastornos,
tales como sofocos, accesos de cólera, dificultades respiratorias,
bronquitis y crisis hepáticas, finalmente una herida que se produce
en su casa le produce fatalmente una gangrena.
Mientras
Balzac agonizaba a los cincuenta y un años —se había casado hacía
cinco meses— Evelina estaba al parecer acostada con un pintor
apodado el Piojo gris que
vivía de ella y le pegaba.
En
su obra Eugénia Grandet había
escrito: «La
mujer permanece, queda frente a frente con las penas, sin que nada le
distraiga de ellas; desciende hasta el fondo del abismo que el dolor
ha abierto, lo mide, y a veces lo colma con sus deseos y sus
lágrimas».
———————
(1) Ramón J. Sender, Tres
ejemplos de amor y una teoría
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