Terminábamos
ayer citando los premios trascendentes que habían recibido Faulkner
y Hemingway, entre ellos el Nobel, y ello me ha dado pie para
—echando mano de algunas notas que en su día guardé en mi zurrón
acerca de este ambicionado galardón y que, en su momento, cuando leí
sobre él me dejaron perplejo— comentar algunas de sus
interioridades y sorpresas, dando por supuesto que su historia y el
listado de sus ganadores está al alcance de cualquiera en Internet.
Todo eso,
el ponerme a atisbar en el Nobel, me sucedió cuando se estaba
conmemorando internacionalmente el centenario de su creación, de
ello hace ya unos años pues el primer premio fue otorgado en 1901.
Lo primero que experimenté entonces fue aquel mismo pasmo de mi
mocedad cuando leyendo con verdadero deleite a grandes escritores
descubría que no estaban en la lista de los galardonados. «¿Por
qué Sully Prudhomme, Rudolf Eucken, Grazia Deledda y Pearl Buck?,
¿Por qué no Tolstói, Ibsen, Proust, Kafka y Joyce?» se pregunta
Kjeel Espamark en su obra El
Premio Nobel de Literatura. Preguntas como
esa —lo veremos— se las han planteado muchos enamorados del mundo
de las letras.
Hasta
tal punto llegó mi confusión que ya en edad adulta decidí leer
—siempre que me fuera posible y el tema me interesara— aquellas
obras que se decía habían ejercido gran influencia en la selección
de los premios que entonces se iban otorgando. Durante unos años
estuve intentando «saborear» lo que la Academia Sueca había
decidido que era merecedor de ese premio. Gran fracaso por mi parte;
acabé desistiendo. Hace más de treinta años que no leo la obra de
un Nobel galardonado en ese período sea del país que sea y haya
escrito sobre lo que haya querido escribir. Hace más de treinta años
que meramente me dedico a leer a «los clásicos» y a los que no lo
son pero que por distintas afinidades y estilos me deleitan. Aunque
he de matizar que para mí, dentro de los clásicos entran desde
Homero a Hemingway, pongamos por caso.
Los clásicos son aquellos que se siguen editando y aunque pasen los años se siguen leyendo.
Los clásicos son aquellos que se siguen editando y aunque pasen los años se siguen leyendo.
En
su obra ¿Por qué hay que
leer los clásicos?
Rosa Navarro se preguntaba varios años atrás lo mismo que hace diez
años se preguntaba Kjeel Espamark. Ella
iba más lejos y se atrevía a citar lo siguiente: «...una
minoría de escritores verdaderamente dignos del premio Nobel y
característicos representantes de la historia literaria del siglo XX
(Hauptmann, Hamsun, France, Shaw, Mann, Pirandello, O'Neill, Gide,
Faulkner, Hemingway, Camus) y una mayoría de escritores de segunda
fila —ella prefería no citarlos— y por último un cierto número
de nombres carentes de calidad (entre ellos el primer galardonado con
el Nobel, Sully-Prudhomme, además de Echegaray, Eucken, Pontoppidan,
Karlfeldt, Sillanpää...) y los nombres de los olvidados: Zola,
Proust, Joyce, Strindberg, Ibsen, Brecht, Gorky...». Si nos fijamos
ni siquiera hay una coincidencia plena entre estos dos autores acerca
de los grandes no galardonados ni de los indebidamente premiados.
Debe ser difícil ponerse de acuerdo. Habría que decir aquello de
que «ni son todos los que están ni están todos los que son».
Lo
que sí debemos tener claro es que «No
es la posteridad quien descubre, encumbra o sanciona la virtud de una
obra, es la obra misma, según sea de fecunda, quien engendra su
propia posteridad» según
razonaba Proust. Y a mí, volviendo a esa autora que he citado
anteriormente, Rosa Navarro, me place traer una cita suya que en mi
macuto introduje cuando leí su libro: «El
escritor sobrevive gracias a su creación, y esta se proyecta sobre
el fondo de silencio contra el que ha luchado denodadamente. Su
existencia como creador depende de su palabra, de la huella que deje
en este mundo literario que surge del real y que lo convierte en
justificación, en pretexto para su propio existir. Los lectores son
sus herederos, los que lo inmortalizan y los que se enriquecen con
sus hallazgos». ¡Eso
es!: los lectores son los que inmortalizan al autor y nunca los
premios, ni siquiera el Nobel.
En
fin, para consolarnos diremos que en 1951
un estudio de William F. Lamont, en Books
Abroad revelaba que únicamente un tercio de
los premios Nobel de literatura otorgados no se consideraban
acertados; era el resultado de una encuesta realizada a trescientos
cincuenta expertos.
Y
dicho todo lo anterior hurguemos algo en el Nobel. A mí me
sorprendió enterarme en su momento de que el
químico y apátrida Alfred Nobel (Suecia, Estocolmo, 1833 - Italia,
San Remo, 1896) dejó una fortuna —junto con la dinamita y más de
trescientas cincuenta patentes de inventos— para que fuera dedicada
a fines pacifistas y culturales. Concretamente para que de los
intereses que aquella fortuna produjera se premiase económicamente
(mejor se dotara) a aquellos jóvenes de extraordinarias condiciones
a fin de que de esa forma dispusieran de los medios que les
permitieran dedicarse al fomento de las ciencias y el pacifismo. Hoy
no se premia para realizar obra alguna; se premia la obra
supuestamente ya realizada, aunque sea mala, pero «políticamente» elegida. Estamos hablando en general, de los cinco
premios Nobel en sus distintas áreas. Vayamos al literario.
Parece ser que el Premio Nobel de literatura según sus
estatutos de entonces «debía ser otorgado a una determinada obra
(...) y que fue concebido como fomento y apoyo a un escritor joven,
dotado, pero carente de recursos económicos (...y además...) había
de galardonarse a una obra del año inmediatamente anterior». Y, sin
embargo, como en el resto de los premios, la Academia Sueca se ha
venido dedicando a coronar la obra literaria de toda una vida. De
hecho, la edad media de los literatos galardonados (cuando yo leía
acerca de todo esto) estaba en los sesenta y dos años; cinco de
ellos no habían cumplido los cincuenta, y dieciséis contaban más de
setenta. Ignoro las edades de hoy pero no debe ser difícil
conocerlas.
Vayamos
al corazón del Nobel. En primer lugar el
núcleo del jurado es un comité de cinco miembros que es el que
finalmente recomienda el ganador a la Academia. Alfred Nobel en su
testamento parece ser que especificó que los cinco premios debían
ir a parar «...a quien haya llevado a cabo el mayor servicio a la
humanidad...», y específicamente en cuanto al de literatura matizó
que el premio debería ir «...a la persona que, en el campo de la
literatura, haya producido el trabajo más sobresaliente en una
dirección idealista», y ello, como ya se ha dicho, «...durante el
año precedente». Si todo esto es verdad, es para rasgarse las
vestiduras. ¿Qué tiene que ver todo esto con los ciento y pico
autores galardonados en su corta historia? «¿Qué se premia
exactamente?, ¿Por qué unos y no otros?»(1).
Alfred
Nobel era anarquista. Doctos, eruditos e ilustrados se han preguntado
qué sentido tendrían para él en aquellas sus expresiones:
«servicio a la humanidad» y «lo más sobresaliente en una
dirección idealista», algunos conceptos e instituciones como la
patria, la familia, la religión, la monarquía, el matrimonio y el
orden social.
Él
mismo se definió de la siguiente manera: «Alfred
Nobel. Su existencia debió haber terminado en el mismo instante de
nacer a manos de un médico de sentimientos humanitarios, que le
hubiera ahogado el primer aliento. Sus virtudes principales son haber
llevado siempre las uñas limpias y no haber sido nunca una carga
pesada para nadie. Sus defectos sobresalientes son no poseer familia,
tener muy mal genio y sufrir una digestión muy lenta. Su único
deseo: que no lo entierren vivo. Su pecado mayor: no rendir culto al
dios del becerro de oro. Acontecimientos importantes de su vida:
ninguno». Tipo curioso aquel Alfred Nobel.
Pero
lo más sorprendente de todo resulta ser que al sueco Alfred Nobel
quien más le influyó posiblemente en la institución de los premios
que llevan su apellido fue una mujer, Berta Kinsky —después de casada apellidada
Suttner. Antes de casarse fue su secretaria y el
ama de llaves de su casa, la gobernanta según el anuncio que él
hizo publicar en un diario londinense gracias al cual se conocieron:
«Caballero ya no joven, rico, desea encontrar
una mujer de su edad, inteligente y conocedora de diversas lenguas
para que le sirva de secretaria y gobierne su casa». Berta
era escritora y además pacifista. Bajo el título Abajo
las armas publicó un libro que
soterradamente era un grito a favor de la paz. Después de conocerla
fue cuando Alfred Nobel comenzó a donar dinero con fines pacifistas
y para el fomento de la cultura. Es curioso que él, además de
haberse enamorado de esa escritora que lo acabó abandonando para
casarse con el barón Suttner, él, como digo, también quiso ser
escritor, y hasta publicó un libro titulado Némesis.
Vuelvo a repetir, tipo curioso aquel aislado,
incomprendido, infeliz, misántropo, solitario, insociable y en sus
tiempos ignorado Alfred Nobel.
Yo
he llegado a una conclusión después de saber todas estas cosas
sobre el Premio Nobel de Literatura. La conclusión es que merecería
la pena modificarlo un poco. Veamos: el dinero no ha ido a jóvenes
promesas literarias por lo realizado en el año anterior; casi todos
tenían bastantes años y se lo quedaron para sus necesidades o
caprichos. Exceptuemos a algunos como Sartre, que rechazó no sólo
el importe sino el mismo premio (diploma y medalla) porque
consideraba que aceptarlo coartaba su libertad creadora, y a otros
más que destinaron su cuantía a fines nobles y altruistas como por
ejemplo Samuel Beckett que utilizó la suma para ayudar a escritores
jóvenes y a viejos autores.
A
mí se me ha ocurrido que los futuros premios Nobel de Literatura
(sin coronas suecas, sin diploma ni medalla) fueran a parar a título
póstumo —teniendo en cuenta lo que razonaba Proust— a los
autores del pasado, a aquellos escritores ya fallecidos pero que sus
obras han sobrevivido y se siguen editando y leyendo. Por ejemplo, se
deberían ir otorgando cada año hacia atrás comenzando por el del
año 1900, y no parar hasta terminar dentro de aproximadamente dos
mil cuatrocientos años con Sócrates, otorgándole a él el del año
en que murió, el Nobel del año 399 antes de Cristo —aunque
recibiría con seguridad el de la paz y no el de literatura, puesto
que no escribió nada.
De
esta forma, otorgándolos ordenada y paulatinamente de acuerdo con el
año del fallecimiento del escritor, es posible que Nietzsche
recibiera el de 1895 y Voltaire el correspondiente a 1770. Cuando se
diera el caso de que en algún año no hubiera nadie con méritos
suficientes se dejaría desierto, y cuando concurrieran en el mismo
año más de un escritor fallecido con méritos suficientes —como
Shakespeare y Cervantes, pongamos por caso— ¿quién lo recibiría?
No habría problema: lo compartirían ambos tal como en algunos años
ha venido sucediendo. ¡Ah!, y los importes de los mismos que
fueran depositados en un fondo para ayudar como hizo Beckett a los
escritores jóvenes (sufragándoles las ediciones de sus obras
meritorias) y a los viejos autores que nunca triunfaron del todo y no
tuvieran ni una corona sueca para comer.
——————————
(1)
Laura Vaccaro, Los
premios Nobel de Literatura. Una lectura crítica