«Cuando
salía de un salón en el que la mediocridad de la conversación
había durado toda la tarde, se sentía abatido, hundido, como si le
hubieran molido a golpes, convertido él mismo en un idiota...».
Pero, ¡un momento!, esto que Maupassant cita en su obra titulada
Todo lo que quería decir sobre Gustave
Flaubert, no tiene por supuesto nada que ver
con el título de hoy.
Como
cualquier lector de Gustave Flaubert posiblemente sabe, L'Idiot
de la famille fue el desafortunado título
que Jean-Paul Sartre le dio a un ensayo biográfico, filosófico y
psicológico sobre aquel que le llevó veinte años de su vida y
tres mil páginas en tres volúmenes, y que aún quedó falto de un
cuarto. Sartre fue para Vargas Llosa «el más irreductible de sus
críticos, el enemigo más resuelto de lo que representó
Flaubert»(1). No hace falta recordar que también había viajado
hasta Saint-Malo para visitar la tumba de Chateaubriand y orinarse
sobre ella.
He
querido comenzar hablando sobre Flaubert citando a Sartre y a Vargas
Llosa porque, indudablemente, en ellos podrían sintetizarse los
numerosos admiradores y detractores de Gustave Flaubert. Guy de
Maupassant fue, además de su seguidor, su amigo; Sartre y
Vargas Llosa han sido, respectivamente, uno el más fustigador y
otro el más acérrimo valedor de aquel e incluso su discípulo.
¿Nos
interesa saber mucho de lo que Sartre escribió en El
idiota de la familia y de lo que Vargas Llosa
dejó escrito en La orgía perpetua?; pienso
que no demasiado del primero. Tal como éste último
dejó dicho allí, el libro de Sartre
interesa más al «sartreano» que al «flaubertiano», y a nosotros
quien nos interesa sin duda es Flaubert con todas sus miserias,
neurosis, obsesiones, triunfos y fracasos.
Pero
antes de nada detengámonos en la palabra idiota. «Soy
insociable, todo el mundo me parece idiota». Esto
que Flaubert en una de sus cartas le dice a George Sand, lo repetirá
muchas veces en su vida con otras y diversas palabras similares a las
de la siguiente frase: le daba náuseas la estupidez humana.
¿Flaubert
idiota? La «leyenda» nace precisamente debido a su infancia al
calor de la familia que tiene: un padre muy brillante en su profesión
de médico y cirujano pero recto, brusco y autoritario; una madre
sumisa y leal al padre, que para el pequeño Gustave fue más guía
que madre; un hermano mayor que destaca y que está llamado a emular
y aun superar al padre.
Es
cierto que Gustave estaba muy lejos de ser un niño prodigio, le
costó mucho trabajo aprender a leer y no lo consiguió hasta cerca
de los nueve años, no poseía las facultades del padre ni las
virtudes que adornaban al primogénito nueve años mayor que él, y,
muy pronto, seducido por relatos y lecturas, le da por escribir. Su
familia no entiende que aquel muchacho soñador e imaginativo pueda
ser normal. Y en verdad no lo era; pero estará muy lejos de la
idiotez y muy cerca de la genialidad.
Estamos
por una parte ante un creador, un verdadero orfebre o artesano de la
literatura como posiblemente no ha existido jamás; ya lo iremos
viendo. Pero por otra parte nos encontramos ante un sujeto al que en
su vida no le han sucedido grandes acontecimientos; no ha saboreado
aquel «alimento de los héroes»: la humillación, la desdicha y la
discordia. Podríamos decir que Gustave Flaubert —si exceptuamos su
neurosis, epilepsia o histeria, la enfermedad nerviosa que en
diversas ocasiones le acometió— vivió una existencia plácida
luchando tan sólo consigo mismo por la palabra precisa y la
sentencia correcta. Se diría que su vida, transcurrida sobre todo
entre las ciudades de Croisset (cerca de Rouen, al lado del Sena) y
París —con la excepción de su viaje por el Nilo y a otras
ciudades orientales y del norte de África—, sin grandes
necesidades económicas gracias primero a los bienes dejados por su
padre al morir cuando él cuenta sólo veinticinco años, y
posteriormente por sus ganancias editoriales, se diría que esa vida
(precisamente vida de soltero acompañado de su madre que vivirá
hasta que él tenga cincuenta años) resultó ser una vida sosegada;
una vida sin hambres, miserias, prisiones, destierros, desavenencias
conyugales ni divorcios; ello ya lo disocia de la mayoría de los
grandes escritores.
Y,
sin embargo, durante esa vida dedicada exclusivamente a la escritura,
una vida de cincuenta y nueve años que transcurre prácticamente
simultanea con la de Dostoievski —su polo opuesto en cuanto a
contingencias—, se diría que Flaubert no produce lo suficiente:
su legado consistió en siete novelas (alguna sin terminar) y tres cuentos;
aunque, eso sí: dejó una muy copiosa y riquísima correspondencia.
Estas
cartas que, como hemos dicho muchas veces, al igual que los diarios
es el mejor legado que un escritor puede dejar para que las sucesivas
generaciones puedan saber quién era y qué pensaba el escritor, son
en el caso de Flaubert mucho más necesarias que en cualquier otro
autor. Y ello porque además de tratarse de un solitario tenía como
lema no descubrir jamás su personalidad al escribir sus novelas.
Esta sabrosa correspondencia es la que le llevó a Gide a decir:
«Cambiaría las novelas de Flaubert por sus cartas».
Reparo
que sin un propósito especial, inadvertidamente, he citado ya tres
de las características o puntos claves que compusieron el norte del
trabajo de nuestro personaje y que hicieron de él un verdadero
prototipo. Efectivamente, aunque no han sido citados por este orden
fueron los siguientes:
—Una
dedicación exclusiva durante toda su vida, ¡toda!, a su labor de
escribir. No hizo otra cosa nada más que eso en cualquier época de
su existencia. A diferencia de tantos otros no le atrajo la política,
algún negocio, la investigación o la enseñanza, ni siquiera le
tentó el periodismo; fue una entrega ciega, devota, tenaz y
constante a esa empresa. «La única forma de
soportar la existencia consiste en aturdirse con la literatura como
en una orgía perpetua». —Tomo yo ahora de
mi zurrón algo muy a propósito de Ortega y Gasset: «¿Es
la literatura un salvavidas suficiente en el gran naufragio que es la
vida humana?».
—Se
empeñó en encontrar la perfección en la escritura (si es que en
ella existiera) hasta límites difícilmente entendibles. Pulía,
lustraba y esmerilaba la frase y el párrafo al tiempo que buscaba
incansable y de forma extenuante la palabra más correcta y precisa:
el sujeto, el adjetivo, el complemento, el verbo y su tiempo,
etcétera, hasta que se convencía de que la solución encontrada no
podía ser superada. «A fuerza de buscar
encuentro la expresión justa, que era la única y que al mismo
tiempo es la armoniosa».
—Puso
un empeño riguroso en evitar que en cualquier pasaje de su obra
trascendiera al lector su propio juicio sobre los acontecimientos que
describía. Su impersonalidad o imparcialidad —pasividad también
ha sido llamada— consiguen que el espectador de los hechos
narrados, el simple lector no pueda tomar partido junto o contra el
narrador sobre la bondad o lo pernicioso de una conducta o bien
acerca de lo acertado o erróneo de un pensamiento...; todo queda en
la indeterminación, en la ignorancia y en la incertidumbre. «El
artista debe estar en su obra como Dios en la creación, invisible y
todopoderoso, que se le sienta por doquier, pero que no se le vea».
—Finalmente,
fue el escritor de la veracidad documentada. Histórico o actual,
todo lo que dejó escrito lo había consultado antes
«enciclopédicamente» de forma prolija, bien se tratara de la
materia más vulgar o de la más insólita: horarios de estaciones,
vestimentas fenicias, fabricación de loza, procesos bursátiles, cirugía del pie,
vitrales de una catedral... Para la redacción de su última obra
—que quedó inacabada— él mismo nos dejó escrito que consultó más de mil
quinientos volúmenes. «Respecto a una
palabra o a una idea, investigo y me pierdo en lecturas...»; «¿Sabe
a qué me dedico ahora? A las enfermedades de las serpientes
(...) ¡Ser verosímil da trabajo!»
Pero
todo ello no surgió espontáneamente y al comienzo de su exclusiva
dedicación a escribir, un comienzo el cual tuvo lugar justo al
abandonar la carrera de derecho, en su segundo curso, debido a un
primer ataque de aquella enfermedad neurológica que no se sabe muy
bien cual fue: «A los veinte años estuve a
punto de morir de una enfermedad nerviosa...»; «A menudo, sentí
que me volvía loco»; «He vuelto a tener la enfermedad negra,...».
No, a Flaubert le costó mucho encontrar su
camino y para ello tropezó repetidamente. «Su talento fue una larga
paciencia»(1): el tiempo que dedicó a Madame
Bovary fue de cinco años; veintiséis le
dedicó a La educación sentimental; en
La tentación de San Antonio empleó cerca de
treinta —la primera versión se la leyó a dos de sus amigos
durante cuatro días seguidos a ocho horas diarias y le recomendaron
que la echara al fuego.
Y,
a propósito de ello, yo quiero también hoy —para ser honesto—
dejar más constancia de que no sólo Sartre trató de denigrarlo.
Realmente no a todo escritor, como hemos dicho, llegó a «convencer»
Flaubert. Y para muestra Valéry: «no tuvo su ingenio
demasiada gracia ni demasiada hondura...», y a continuación viene a decir que lo que escribió Flaubert es un
producto forzado de la erudición: «este tipo
de producción es el paraíso de los intermediarios». Y
sigue diciendo que «sus escrúpulos de
exactitud y de referencia son la muestra de su carencia de espíritu
de decisión y de voluntad de composición (...) tanta tensión por
maravillar engendra en el lector la sensación de ser presa de una
biblioteca, súbita y vertiginosamente volcada sobre él, (...) todos
sus tomos vociferan sus millones de palabras (...) Ha leído
demasiado, (...) fue siempre presa del Demonio del conocimiento
enciclopédico, (...) Se emborrachó literalmente de fichas y notas.
(...) embriagado por lo accesorio se ha dejado embaucar por detalles
captados acá y allá en libros poco, o mal, frecuentados. (...) Ha
fracasado (...) Se perdió en el exceso de libros y mitos»(2).
Tenemos
mucho que hablar sobre Flaubert. No obstante sí quiero decir hoy,
antes de terminar, que a pesar de todas las censuras su indiscutida
calidad permanece intacta en una de sus novelas: su Madame
Bovary. He leído sus principales obras y en
mis notas he dejado críticas, pero confieso que fui incapaz de dejar
una sola sobre esa sorprendente producción.
_____________
(1)
Vargas Llosa, Mario: La orgía perpetua
(2) Valéry, Paul: Estudios literarios. La
tentación de (Saint) Flaubert
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