domingo, 20 de febrero de 2011

Día Seis: Tener que escribir por encargo para poder comer; una herida del escritor


...«bestia de aguantes insospechados, animal de resistencias sin fin, capaz de dejarse la vida —y la reputación, y los amigos, y la familia, y demás confortables zarandajas— a cambio de un fajo de cuartillas en el que pueda adivinarse su minúscula verdad», así era como Camilo José Cela definía al escritor de raza, y yo me atrevía ayer a aplicarle esos «atributos» a Dostoievski.
Pero lo lamentable en la vida de Dostoievski fue que, quizás, la mayor parte de su vida, a cambio de un fajo de cuartillas recibió tan sólo unos kópeks que no le daban ni para vivir. O, lo que era peor: tenía que escribir por encargo de los editores, que le exprimían. En aquellas cartas a su hermano le confiesa en una de ellas: «¿Y para qué quiero la gloria, si escribo por pan? (...) ...me he hecho un juramento: que si no llegaba a ser absolutamente ineludible, me mantendría firme y no escribiría por encargo. (...) ¡Es una desgracia trabajar como jornalero! Matas todo: el talento, la juventud, la esperanza; el trabajo te repugna y finalmente te vuelves un emborronador y no un escritor».
Sí; ha sido una constante en gran cantidad de escritores. Manuel Azaña dejó escrito bajo el título Premios y palabras lo siguiente: «Quien primero se percató de los dinerales que pueden ganarse comprando masas de papel blanco para revenderlo a los particulares, cortado, plegado y cosido en porciones pequeñas, tras de estampar en todas las caras de cada porción unas líneas, fue un genio (...) Aquel genio, sus secuaces y sus continuadores inventaron el oficio de escritor...». Azaña tenía que haber terminado el párrafo añadiéndole a aquella última palabra la de «jornalero», que es la que citaba Dostoievski: «...escritor jornalero».

Nuestro héroe soñó muchas veces con editar él mismo sus obras. Lo de editar por su cuenta saltándose a los editores era su meta y su sueño; un sueño pueril e imposible. «Todos los editores son unos sinvergüenzas», le escribe a su hermano. Por eso «...Determiné y juré que desde ahora no publicaría nada sin reflexionar, nada inmaduro, que no publicaría (como antes) nada a un plazo fijo, que no es posible jugar con una obra de arte, que es necesario trabajar honradamente y que si escribo mal, lo que seguramente ocurrirá muchas veces, será porque no tengo demasiado talento pero no por descuido y ligereza».
Escribía magistralmente y el talento le sobraba. Es casi seguro que El diario de Raskólnikov, el protagonista como ya hemos mencionado de Crimen y castigo, no fue escrita por encargo de ningún editor. Esa verdadera obra de arte —tal como está considerada—, ejercicio literario-psicológico con el mismo tema de la novela aunque mucho menos extenso, debió salir sin descuido y ligereza de sus íntimas ansias de escritor que, ante todo, deseaba que se adivinase «su minúscula verdad».

Pero hay una etapa en la vida de nuestro hombre que, anulada por su fuerza como novelista, no se ha tenido apenas en cuenta; y es la etapa en la que simultáneamente ejerció como periodista. Si ella comienza veinte años antes de su muerte con la fundación por parte de su hermano Misha de una revista, El Tiempo —para lo cual tuvo que vender su fábrica de cigarrillos— acaba desgraciadamente pronto al ser suprimida la publicación catorce meses después por orden gubernativa. Es sin embargo diez años más tarde y ya muerto su hermano, cuando tras varios fracasos de ediciones de otras publicaciones, el propietario de El Ciudadano, un gran admirador suyo, le brindará ejercer plenamente el periodismo en esa revista. Tres mil rublos de sueldo fijo y un tanto por línea escrita es el trato, y allí inicia Dostoievski lo que se llamará Diario de un escritor. «Esta labor de periodismo activo (como a lo largo del tiempo les sucederá a numerosos escritores de todos los países) no solamente será un modo de ganarse el pan de cada día, sino también una actividad que le servirá de tubo de escape (...) Para Dostoievski resultó una liberación»(1), sobre todo si se tiene en cuenta que nunca tuvo un rublo asegurado y que todo eran deudas.
No obstante, fue su esposa Ana Grigorievna la que hizo realidad el sueño que su marido había siempre tenido: ella sí llegó a convertirse en editora aún en vida de él, y con éxito. Hasta la esposa de Tolstói, cuatro años después de fallecido Dostoievski, acude a entrevistarse con Ana para que la asesore, puesto que ella también está pensando en editar las obras de su marido: «...quería saber si eso producía muchas molestias y contratiempos (...) y la previne contra ciertos errores en los que yo había incurrido», escribirá Ana en sus Recuerdos. Nos resta decir que no «todos los editores eran unos sinvergüenzas», como había dejado escrito su marido.

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A mí me viene a la cabeza, a propósito del título de la «entrada» de hoy, el caso de un empleado de oficina que conocí hace ya varios años —años de mucha miseria— que también escribía por encargo para vivir. Aquel hombre, como complemento al paupérrimo sueldo que recibía de la empresa ¡escribía Quijotes! por encargo. Quiero decir que realizaba copias a mano de la entrañable obra de Cervantes con pluma de las de mojar en el tintero y con papel imitación al envejecido. Después, ya encuadernado simulando ser una edición del siglo diecisiete, conseguía unas pesetas para poder modestamente subsistir. Aunque se trataba de un «escribidor», en verdad escribía por encargo para poder comer.
   Y, por otra parte, ¿a quién no le gustaría legar con su biblioteca un Quijote escrito a mano con cuidada letra cervantina o lo más aproximada a ella?
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(1) Castresana, Luis de: Dostoievski

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