¿Por qué mi imaginación sin vacilar un momento me ha
llevado al más genuino representante de esa literatura? Fiódor Dostoievski no
escribió diarios ni memorias (tan sólo algunas antes de su muerte y por encargo
de los editores para poder comer), pero sus desgarradoras y auténticas Cartas a Misha, su hermano, hacen las
veces de aquellas. Sus angustias, sus pasiones, sus miserias...; todo lo va
dejando escrito ahí hasta que muere aquel. Fue Dostoievski uno de los pocos
hombres entregados a la literatura que llegaron a «saborear» aquello que Borges
llamó «el alimento de los héroes: la humillación, la
desdicha, la discordia...»
Repaso ahora mismo esas páginas escritas a un Misha mudo del que no
oímos ni su respiración; páginas escritas a la luz de mortecinas velas desde
remotos y dispares lugares a los que su trágico destino le llevó. Y saltan de
esas páginas siempre las mismas expresiones y palabras, los mismos imperativos,
idénticas quejas. Una y otra vez se lamenta: «vivo dolorosamente», o le exige categóricamente: «escríbeme con más frecuencia»; y vuelve a lamentarse: «no tengo ni un kópek», «me ha embargado una
tristeza terrible»; y le vuelve a exigir: «respóndeme de inmediato y envía el dinero», «espero una respuesta
inmediata», «responde ahora mismo». También le confiesa: «escribo con fervor», «a veces me atormenta
una gran melancolía»; y le reclama otra vez: «escribe con mayor atención y exactitud», «ayúdame de nuevo»,
«envía..., averígua..., mantén..., no te olvides..., no me dejes..., píde una
autorización...», «escríbeme pronto y sin falta», «dime con precisión».
Y siempre, muchas veces,
como una constante, con las mismas palabras u otras semejantes: «¡estoy endeudado!», «¡ayúdame, me oyes!»,
«¡debo mucho dinero!», «¡tengo deudas!», «¡necesito dinero!», «¡estoy sin
dinero!», «¡por Cristo, sálvame!».
¿Quién es este hombre que no
cesa en sus lamentos al tiempo que exige o implora a un hermano del que no
conocemos ni una sola de sus respuestas?; ¿quién es este hombre que termina una
de sus cartas —la treinta y siete—
escribiendo la palabra «adiós» hasta diez veces en dos párrafos de
quince líneas?
Yo
recomendaría leer a Dostoievski en esas sus Cartas
a Misha antes de meterse con sus grandes obras. Porque ahí, para empezar a
conocerlo, está el hombre, el héroe
rodeado de su terrible circunstancia. Diríase que lo que le sucede a él y a los
otros genios de la literatura es algo parecido a un pacto con el diablo, algo
así como: ¿Deseas entrar en la inmortalidad?; tendrás que sufrir de todo. ¿Te
atreves?; adelante. Tú lo has querido. Entonces Dostievski, por ejemplo, deja
su segura carrera de ingeniero militar —él dice que sin saber por qué— y se
pone a pasar hambre tratando de vivir de la escritura: «Presenté mi dimisión de ingeniero (...) teniendo delante el más vago e incierto porvenir» ¡Apasionante!
Pero... ¿cuántos otros habrán existido a los cuales el demonio, en ese pacto,
los haya finalmente engañado? Seguro que miles. Podríamos decir entonces que
existen tres grupos de escritores: el de los genios, el de los engañados y el
grupo de los cobardes (quizás el más numeroso) que hemos preferido siempre la
seguridad del bocado a cualquier promesa.
Se ha dicho que Dostoievski
conocía muy bien la psique humana; «su verdadero mundo es el inconsciente, el
subconsciente, lo insondable»(1); sabía desde su juventud lo que era
encontrarse ante un pelotón de soldados dispuestos a fusilarlo junto a otros
diecinueve detenidos por una supuesta conspiración: «La
sentencia de muerte que se nos había leído era una simple broma. Todos
estábamos convencidos de que sería ejecutada, y vivimos diez minutos
indescriptiblemente terribles mientras
esperábamos el suplicio». Fue una macabra
farsa; no fueron fusilados y en su lugar se les deportó y condenó a trabajos
forzados:
«tallar alabastro, transportar ladrillos y espalar nieve con grilletes en los
tobillos»(1).
Aunque Dostoievski ya había publicado antes con éxito Pobres gentes: —«Misha, hermano mío, jamás mi gloria alcanzará semejante apogeo»—
¿fue ese el comienzo de su realmente atormentada vida de escritor llena de
contradicciones, dudas, bajas pasiones, magnánimas entregas y búsquedas
morales, o en ella influyó sobre todo su desgraciada infancia con un padre
intratable, insolente e iracundo, avaro y alcohólico que vejaba a su esposa: su
madre, la que para él representó la imagen de la ternura, la resignación y la
bondad (hasta que le llegó su pronta muerte) mientras vivía con ellos en un
hospital cercano a un cementerio y en una de las barriadas más lúgubres de
Moscú?
* * *
Hemos de seguir hablando de
Dostoievski. «Dostoievski fue infinitamente más que un novelista (...)
Dostoievski nos agita en lo más hondo, nos hace estremecer y gesticular, gemir,
cerrar los ojos a veces (...) Dostoievski se levantó de las profundidades y al
llegar a la cúspide conservaba todavía a su alrededor algo de los abismos (...)
Dostoievski es caos y profundidad (...) En la obra de Dostoievski se tiene la
impresión de que el ángel y el diablo marchan cogidos de la mano; se comprenden
entre ellos y se toleran»(2).
Yo añadiría lo siguiente:
Dostoievski nos confunde. Por ejemplo, nos desconcierta su vida amorosa con
tres mujeres y tan distintas. Una casada y después viuda: María Dimitrevna; una
jovencita alocada: Paulina Susslova; y Ana Grigorievna su taquígrafa.
De la primera se enamora cuando cumple condena
como soldado raso; es la esposa de un capitán y madre de un hijo, y mantiene
con ella una casta y al tiempo violenta pasión hasta que fallece el marido; entonces
se casan, él cuenta treinta y cinco años y ella veintinueve: «Me amó con un amor sin límites. (...) Pero
no podíamos ser felices viviendo juntos. (...) éramos muy desgraciados en
nuestra vida en común. Pero cuanto más desdichados éramos, tanto más nos
amábamos».
Paulina Susslova, de
diecinueve años, quiere que el autor de Memorias
de la casa de los muertos le publique una novela inocente. Se enamoran y, a
pesar de que sigue casado aunque sin convivir con la esposa, deciden reunirse
en París, ella irá delante. Pero desde allí le pide que no vaya, se ha
enamorado de otro. De nuevo el sufrimiento, y a pesar de ello decide ir. Se
encuentra con el rechazo y regresa; entonces ella le pide perdón y que vuelva,
y le amenaza con suicidarse si no lo hace. Vuelve y viajan por Europa; pasión,
ruletas, sensualidad: «...en realidad no
había mujer más pervertida (...) tan voluptuosa que el marqués de Sade hubiera
podido tomar lecciones de ella». Aquella violenta y descarriada pasión
lujuriosa termina cuando él cuenta ya cuarenta y dos años. Al siguiente muere
su esposa María Dimitrevna.
Conoce a la taquígrafa Ana
Grigorievna, de veinte años, a la que ha contratado para poder entregar una
novela por la que ha cobrado sin comenzarla, y para la que tiene fecha fija de
entrega: El jugador. La
novela la termina a tiempo y, de nuevo enamorado, se casa con Ana; tiene cuarenta y cinco
años y un montón de deudas: «...me di
cuenta de que mi taquígrafa me amaba sinceramente (...) le propuse que nos
casáramos. (...) cada día estoy más persuadido de que seremos felices. Tiene
corazón y sabe amar». Esta mujer que para algunos parecía vulgar, quizás
ambiciosa, le traerá la paz. Aunque antes volverá a Europa con ella donde le
acosará de nuevo la pasión del juego. María Dimitrevna lo salvará gracias a su
equilibrio físico, su desinterés material y su amor noble e intenso. Le dará
hijos y le infundirá la paz que tanto siempre necesitó.
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(1) Zweig, Stefan: Tres maestros (Balzac, Dickens, Dostoievski)
(2) Miller, Henry: Los libros en mi vida
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