Admito que
posiblemente este título pueda resultar algo atrevido; en concreto
me refiero al termino «convendría». Posiblemente a unos les
interesará saber exclusivamente qué es lo que se dice en la obra;
otros preferirán conocer cómo fue escrita, sus vicisitudes y
avatares y, quizás, algunos meramente qué quiso expresar Proust en
ella. En fin, tratemos de complacer a todos un poco. En
busca del tiempo perdido resulta ser en
cualquier caso tan fascinante como su autor, y precisamente por ello
a casi todo el mundo le complacerá saber de ambos.
Lo
primero que hay que decir es que ante obra tan anormalmente extensa,
tan imponente, uno se siente abrumado tan sólo con su presencia.
Pero cuando se comienza a leer..., escuchemos: «...un
lector superficial —decía Nabokov— se aburrirá tanto, se
ahogará tanto en sus propios bostezos, que no terminará el libro»,
lo cual es muy similar a lo que nos dejó escrito Ortega y Gasset:
«...la peculiar fatiga que aun en el más aficionado a estos
volúmenes produce su lectura (...); en los volúmenes de Proust no
acontece nada, no hay dramatismo, no hay proceso»; lo cual debemos
reconocer que es verdad.
En
mi caso he de decir que la adquirí hará unos cuarenta años en dos
tomos y en papel biblia con letra muy menuda, y tengo que confesar
que todavía no la he terminado, o más precisamente no lo sé. He
ido tomándola de tiempo en tiempo y la he ido leyendo
arbitrariamente sin seguirla capítulo a capítulo, porque, en
realidad la obra —bastante desordenada— lo permite ya que no es
una novela común, sino un texto muy rico
en situaciones, vivencias,
sensaciones y emociones experimentadas por el narrador y con una
prosa admirable. Tal como acertadamente se
ha dicho, «Proust nos transmite no sólo la imagen de los hombres y
los hechos que registró en su memoria, sino todas las reacciones que
en él produjo su contemplación»(1); por eso pudo él escribir que
«...el libro es el producto de una
personalidad diferente a aquella que manifestamos a través de
nuestros hábitos, nuestra vida social y nuestros vicios. Y esa
personalidad tan sólo se manifiesta en lo más profundo de nuestro
ser, por lo que, si pretendemos comprenderla, debemos intentar
reconstruirla allí, en aquellas profundidades, ya que sólo allí
podremos comprenderla».
Pero
continuo con Nabokov el cual dice
que se trata de «...la transmutación de la sensación en
sentimiento, el flujo y reflujo de la memoria, las oleadas de
emociones tales como el deseo o los celos y la euforia artística,
(...) es una evocación, no una descripción del pasado, (...) no es
un espejo de costumbres, ni una autobiografía, ni una narración
histórica, (...) es una mezcla de sensaciones del presente y de
recuerdos del pasado». Verdaderamente no se puede definir más
acertadamente; aunque quizás habría que añadir que hay en ella
también algo de ensayo. Se diría que es novela y ensayo a un tiempo
puesto que aquellas sus emociones, sus
angustias y sus añoranzas le dan a Proust a veces ocasión de
transmitirnos sus
modos de pensar, sus creencias y algunas de sus teorías sobre el
arte y la vida, respecto a la conducta humana, acerca de la
sexualidad, sobre el artista, etcétera.
En
lo concerniente a la homosexualidad, por ejemplo, se despacha con un
verdadero «sermón» que, por cierto, se asegura que contiene la
frase más larga de la historia de la literatura. En esa perorata que
figura en el volumen Sodoma
y Gomorra bajo el epígrafe
"Primera
aparición de los hombres-mujeres descendientes de aquellos
habitantes de Sodoma que se salvaron del fuego del cielo", se
encuentra la frase a que nos referimos la cual comienza diciendo:
«Sin honor, salvo
precario, sin libertad, salvo provisional hasta que se descubra el
crimen...». ¡Setenta
y seis renglones! Y es que esa fue una de las licencias de nuestro
escritor: sus frases interminables y
frecuentemente lastradas de incisos y de otras oraciones
subordinadas, algo que a nadie
le ha pasado desapercibido; incluso Anatole France manifestó su
desagrado cuando tuvo que prologarle Los
placeres y los días
puesto que allí también se daba el caso —¿tomaría Faulkner de
Proust ese hábito?
Decíamos
al principio que la exposición o el relato es desordenado, y lo es
en varios sentidos pero singularmente a veces en el tiempo y
especialmente en el ritmo. Proust —que trata de no ser Proust sino
un personaje en el que se encarna teniéndose como modelo—
es a menudo irregular en la cadencia de la narración; y así,
relata lo sucedido en unos pocos minutos en un centenar de páginas
y, luego, en un par de ellas nos cuenta lo acaecido durante años.
Pero hay más: a veces un detalle para él
muy significativo le lleva más de una docena de páginas, y
posteriormente en unos cuantos renglones nos dice cuatro cosas sobre
un hecho relevante —¿algo parecido a Stendhal? Sabemos que tanto
él como Flaubert eran sus arquetipos.
Vayamos ahora al grano. Y el grano en la obra es lo que él mismo denominó
«la memoria involuntaria»; esa memoria es la que le va
proporcionando al genial Proust material para su creación. Y ello
puede que sea lo que la diferencie de cualquier obra autobiográfica,
y al tiempo y por otra parte la haga tan desordenada. ¿Qué es la
memoria involuntaria?, pues algo así como una experiencia del
presente que, inmediatamente, se convierte en una imagen del pasado y
le devuelve al autor aquel tiempo escapado, esfumado y ya perdido.
Los recuerdos acuden desordenada e «involuntariamente» a su mente
estimulados por el tacto, los sabores, los olores y otras distintas
vivencias del momento; puede ser el sabor de una magdalena, la ayuda
de su madre al desatarle los zapatos, el coger una servilleta
almidonada, el tintineo de una cuchara al repicar sobre un plato...
«Cada día le doy menos importancia a la
inteligencia. Cada día me doy más cuenta que sólo al margen de
ella puede el escritor apresar algo de nuestras impresiones, es
decir, alcanzar algo de uno mismo y la misma materia del arte».
Creo
que meramente nos falta poner de manifiesto otra característica de
la obra, sin que signifique que el ser la última que cito sea la
menos importante, quizá todo lo contrario. Se trata de los
personajes que por ella van desfilando; todos o casi todos nobles,
diplomáticos, artistas o alta burguesía, y todos con nombres
imaginarios pero encarnando personajes reales que él conocía y en
hechos o situaciones casi siempre vividas por él. Proust trastoca,
altera y cambia títulos, rangos, parentescos, géneros sexuales,
etc. En Le Figaro apareció
el siguiente comentario que nos será muy ilustrativo para entender
lo que decimos: «Como
siempre, este artista hace un uso libre de todo lo que observa, dando
a uno las experiencias de otro, colocando una cabeza sobre unos
hombros que no le pertenecen, convirtiendo un chico adolescente en
una joven muchacha, la viuda de un noble en un viejo caballero».
Efectivamente: Proust desfigura todo y nos engaña. Su abuela en la
novela es su auténtica madre; a su verdadero padre lo retrata como
un bonachón ministro de estado; «las muchachas en flor» del
balneario de Balbec son atléticos y atractivos jovencitos;
La prisionera es un camarero del Ritz que se
trajo a vivir a su última residencia; y, nada menos que Albertine,
relevante personaje y su intermitente amor en la novela, es en parte
Albert y en parte Alfred; el primero un secretario que le
mecanografió el primer libro y el segundo su chofer. Y en esa línea,
con su manifiesto interés en que su homosexualidad permanezca
oculta, casi todas las relaciones hererosexuales que va narrando son
relaciones de él con sus amantes masculinos, la mayoría hombres de
su servidumbre como los citados a los que había acabado seduciendo.
No es extraño que «...una de las críticas que la novela de Proust
ha recibido con frecuencia, es su elevado porcentaje de personajes
homosexuales o bisexuales»(2).
Todos
esos cambios y alteraciones es lo que se ha venido a denominar
«trasposiciones», las cuales —al parecer— resultan a veces muy
difíciles de descubrir; aunque el mismo Jean Cocteau se atreve a
decir que todas las chicas de Proust son chicos disfrazados. En plena
consonancia con ello cobra especial relieve aquello suyo de que
«...un libro es un gran cementerio en donde
ya no se pueden leer los nombres de la mayoría de las tumbas»; lo
cual podría ser interpretado como que resultaría imposible
identificar a sus personajes, en algunos de los cuales puede que
coincidan varios auténticos, todos en una misma sepultura.
Y
ahora, la increíble historia de nuestra novela. La primera intentona
de su publicación, el volumen Por el camino
de Swann, resultó ser un fracaso. A pesar de
ir muy bien recomendado y presentado, el editor se lo acabó
rechazando. La reacción del mismo fue: «¿Qué pretende decir?
¿Adonde va a parar? ¡Imposible saberlo! ¡Imposible decir algo de
él!». Su segundo intento fue con la entonces prestigiosa editorial
de André Gide. Sin embargo «...les asustó la reputación de
mundano, esnob y amigo de duquesas, y las frases inacabables y
floridas del autor»(3). Para Gide, al que había conocido tiempo
atrás, Proust era simplemente un tiralevitas de salón al tiempo que
un mero cronista de ecos de la alta sociedad, además de un frívolo
intrascendente.
Finalmente,
cuando ya hacía hacía diez años que su padre había muerto y ocho
su madre, en 1913, el libro fue editado por otra editorial gracias a
los esfuerzos de marketing
del mismo Proust. Parece que para conseguirlo llegó a pagar grandes
sumas en publicidad en prensa, compró a ciertos personajes, se gastó
mucho dinero en regalos a los mejores críticos e invitó a almorzar
al Ritz a los que antes lo habían desprestigiado; nacían los
métodos modernos. Tras su posterior éxito, Gide le escribiría: «El
rechazo de este libro quedará como el error más grave de la
editorial (...) será uno de los pesares y remordimientos más
amargos de mi vida»; al parecer únicamente lo había hojeado.
No
obstante, cinco años más tarde y ya terminada la guerra —que
también llegó a ser protagonista en la novela— sí le publicó la
editorial de Gide el segundo, A la sombra de
las muchachas en flor que llegó a ser
galardonado con el premio Goncourt, aunque parece ser que en parte
«comprado» por él mismo según sus métodos y con el mayor rechazo
de la sociedad que lo consideró un escándalo.
¿Cómo
se conducía Proust durante aquellos años de intenso trabajo y
voluntad de hierro? Céleste, su fiel criada, a la que después de su
madre pudo ser la mujer que más quiso, nos ha dejado muchos datos;
pero otros también se encuentran en sus cartas y en las memorias de
varios amigos y conocidos, como por ejemplo Jean Cocteau. Dijimos que
en cuanto a régimen de trabajo había hecho de la noche el día y
viceversa: «...sus mañanas en realidad eran las tardes, cuando se
despertaba», dice Céleste; y también sabemos por ella que no todas
las noches trabajaba en su obra, algunas salía: «No salía nunca
dos tardes o dos noches seguidas», pero salía: salones, cenas,
conciertos, óperas, ballets..., e incluso durante la guerra
prostíbulos. Ella nos cuenta que muchos sucesos de los que relata en
Sodoma y Gomorra los
obtuvo de un burdel
exquisito de homosexuales de gustos muy refinados. No cabe duda de
que aquel extraño género de vida no debía ser fácil de llevar;
con su asma a cuestas necesitaba adrenalina y cafeína para realizar
aquellas escapadas y, en consecuencia, después opio para dormir
durante el día.
Por
otro lado, escribir en la cama semiacostado no parece que fuera
cómodo, si bien era así como lo hacía. Y aunque al revisar los
originales los volvía a reescribir generalmente ampliándolos con
nuevos lances, ello ya lo dictaba a sus secretarios y taquígrafos.
Luego, utilizando cajistas mandaba componer todo el texto, e incluso
posteriormente acostumbraba a reescribir en los márgenes o le pegaba
nuevas páginas. Todo ello debía ser caro, pero lo pagaba.
* * *
No
llegó a ver publicadas ninguna de las tres últimas partes o
volúmenes de su obra: La prisionera, La
fugitiva y El tiempo
recobrado. Murió el 18 de septiembre del año
22 después de acudir a un hotel donde había sido citado por uno de
sus antiguos amores, otro sirviente, su antiguo mayordomo sueco
Forssgren. Fue una neumonía sin tratar que degeneró en bronquitis y
definitivamente en un absceso pulmonar.
Dice
Edmund White: «Todos hemos recibido del destino un gran libro: la
historia de nuestra vida», a lo que habría que añadirle que de
ella Proust se quedó exclusivamente con «la angustia infantil y la
pasión adulta»(3). En Sodoma
y Gomorra había
dejado escrito: «...algunas
veces lo venidero vive en nosotros sin que lo sepamos».
———————
(1) Mauricio
Serrahima, Introducción a En busca del tiempo
perdido
(2) William
C. Carter, Proust enamorado
(3) Edmund
White, Proust